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Olvidar la Shoah, sepultar a sus millones de muertos, erradicarlos de la memoria. Esto es lo que se propone Alma, la protagonista de esta magistral primera novela, una muchacha parisina obsesionada con el genocidio perpetrado por los nazis. Nieta de un judío que podría haber terminado en un campo de exterminio si no hubiese emigrado a la Argentina (nacida y criada en Francia, Frederika Amalia Finkelstein es hija de padres argentinos), Alma se piensa como una sobreviviente —aunque no lo haya sido en carne propia— cuyo duro deseo de olvidar se debe a que vivimos en un mundo en el que no hubo (como sí una posguerra y un después de la posguerra) un después de Auschwitz. A través de flashes de una cámara de gas en funcionamiento que la asaltan como una pesadilla insomne, la protagonista sufre el congelamiento de la memoria en una imagen traumática, lo que activa en ella no sólo un intento de evasión (“Quiero poder escuchar Daft Punk sin pensar en los cabellos de mujeres rapadas”), sino el miedo a que esa memoria absolutista pueda llevarla a olvidar el resto de las cosas. Cínica, apocalíptica, solitaria, deudora del Roquentin de Sartre, del Mersault de Camus y de los adolescentes impasibles de las novelas de Bret Easton Ellis y Dennis Cooper, Alma articula un monólogo descarnado, con pasajes de un lirismo lacerante, con la dulzura de autómata que la caracteriza. A lo largo de sus caminatas por las calles de París, la acción de la novela se ciñe, en gran medida, al teatro de los oscuros pensamientos de la narradora, y son básicamente tres los acontecimientos que delinean la trama: el acto de crueldad gratuita al que la protagonista somete un día a su perro; el recuerdo del accidente fatal que sufre un caballo de carreras de su tío durante una competencia, y una comida en la que un primo de Buenos Aires le presenta a la nieta de Adolf Eichmann, a quien Alma, luego de oírla nombrar a su abuelo con un dejo de orgullo, debe recordarle —¡justo a ella!— el nombre del campo de Auschwitz. Entre la negación y la desmemoria, el insólito episodio exhibe el sarcasmo del que se vale la autora —un poco a la manera de Elfriede Jelinek— para denunciar lo dispuestos que estamos a recibir la cotidiana cucharada de Alzheimer que nos propinan los medios masivos y los procesos de virtualización de la sociedad contemporánea. Sin llegar a emular a Louis Wolfson, el lingüista esquizofrénico que se propuso borrar de su cerebro su lengua materna (el inglés), el ímpetu de Alma remite tanto a los personajes de Beckett como a Funes el memorioso: que algo (la Shoah) sea “imposible” de olvidar le resulta insoportable. La paradoja de que los verdugos se eternicen como mitos —con Hitler a la cabeza—, mientras sus víctimas se hunden en el anonimato de los números, es algo que la protagonista comprueba sin inmutarse. Después de todo, El olvido reproduce una idea ya presente en “Deutsches Requiem”, el señero cuento de Borges: la de que el nazismo, aun en la derrota, ha resultado victorioso. Ante la creciente distancia temporal y la desaparición de los testigos, Alma deja entrever que ni siquiera la “cultura de Auschwitz” le escapa —según el diagnóstico tremendista de Theodor Adorno— al hecho de que toda la cultura sea mierda después de Auschwitz. La tesis de la novela, que no debería ser tomada al pie de la letra, demuestra que la Shoah no tiene por qué ser un objeto de culto. La amoralidad del gesto creador, por la que el artista se convence de que es preciso sacarse el lastre de la corrección política, es lo que le permite a Finkelstein desentenderse de la “sacralización del Holocausto” para reflexionar, con implacable osadía, sobre la explotación de la que es objeto el genocidio de los judíos, y sobre cuánto aún queda entre nosotros del nazismo de los nazis.
Frederika Amalia Finkelstein, El olvido, traducción de Silvio Mattoni, El Cuenco de Plata, 2015, 144 págs.
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