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“Los manicomios siempre han destilado el espíritu de la época”, reflexiona un personaje de El hospital de la transfiguración. Suena a sinécdoque, a alguna otra forma de la metonimia: Stanislaw Lem eligió hablar de paráfrasis. Como médico recién recibido, como europeo de ascendencia judía en pleno desangre nazi, incluso como parte diminuta del gran todo vivencial de su tiempo, sólo debió esperar a que el horror acabara para trasladarlo al lenguaje escrito.
No fue un movimiento original —la literatura está poblada de sanatorios, institutos, juzgados, barcos y otros cuerpos colectivos que resumen entidades más amplias y difusas—, y de eso Lem tampoco se escabulle. Las referencias a Mann son de correlato obvio, aunque no vienen sin sus inversiones. La peripecia hospitalaria ya no es tanto la de los pacientes, sino la de los doctores, y la clínica no está aislada en ninguna montaña mágica, sino rodeada por un bosque que parece una alegoría demencial antes que un paisaje con árboles. El manicomio de Bierzyniec donde se inicia Stefan Trzyniecki —alter ego que su autor cristianizó para remarcar su papel de testigo— se parece muy poco a la residencia Berghof donde Castorp pretendió curar sus males. Lem no quiere erigir un lugar sereno, exento de coyuntura y favorecedor de la observación filosófica, sino establecer la escena en el centro del desquicio.
Al comenzar la novela con un funeral à la Iván Ilitch, en el que todo importa menos el finado, lo otro que Lem quiere instalar es la idea de una transformación interior de la que su criatura no podrá huir. Stefan parte de la muerte ajena para presenciar unas cuantas otras; el riel que lo impulsa le exige un recorrido inevitable, del que está prohibido desviar la mirada, y lo reduce a una suerte de lector condenado al yugo de verificar todo lo que la trama provee. Practicante reticente, Stefan entra a trabajar en una comunidad donde los enfermos son sujetos a cirugías innecesarias —una trepanación descarrilada tal vez sea el pasaje más inolvidable del conjunto— y las enfermas difunden una sexualidad pulsátil. También está Sekula, el poeta de apodo nada casual con quien el heterónimo de Lem busca controvertir y al que siempre termina escuchando en silencio. Mientras tanto, en la espesura, cada vez más cerca, el mundo exterior va dándole un diseño militar a la irracionalidad ya germinada adentro.
Las biografías cuentan que Lem nunca quiso saber nada con la medicina, que sólo la estudió para que su padre lo dejara en paz, y que no le gustaba hablar en público de lo que había visto durante la guerra. Cuentan también que la censura soviética le torció la mano para que completara una trilogía —Tiempo no perdido, homenaje en negativo de la sentencia proustiana— que exaltara el alma comunista y subrayara el vicio occidental. Aunque nunca sintió orgullo por las dos novelas añadidas, el de Leópolis siempre le guardó estima a la primera. En ella se abre y se cierra un Lem posible, el que dio paso al otro de Solaris y las demás narraciones en las que el hombre grita una angustia por la que el universo no siente la menor empatía, molde scifi que quizás se talló sobre un material mucho más íntimo que lo que creemos.
Stanislaw Lem, El hospital de la transfiguración. Tiempo no perdido 1, traducción de Joanna Bardzińska, Impedimenta, 2024, 272 págs.
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