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Templos de barrio

Marcelo Pombo

ARTE

Marcelo Pombo es el último de nuestros modernos; difícil decir algo que no se haya dicho sobre su producción. El esfuerzo, en efecto, consiste en evitar la lista de lugares propios, los tres o cuatro adjetivos clave que podrían obviarse sólo porque vuelven, como en un slalom discursivo, en cada ensayo crítico, en cualquier nota de periódico. En este sentido, quizás una forma novedosa analizable en Templos de barrio sea la manifiesta aparición de lo teatral que a tono con las teorías de Graham Harman se despliega en tres compartimentos de la galería, tres escenarios distintos que, en un juego de cajas chinas, multiplican sets y teatrinos, decorados y maquetas, lugares donde (y al igual que en la obra reciente de Carlos Herrera) hasta la humildad aparece teatralizada. De hecho, por primera vez el artista enlaza con interés explícito la exposición de su saber hacer y la posibilidad de draguearse en público, siendo esta declaración de autoconciencia la que lo aleja de rozar la hipocresía. A diferencia de otros artistas de su generación Pombo es canónico por mérito propio pero no a su pesar; necesita abrazar esa centralidad y coquetear con ella.

En virtud de ello, puede que quepa detenerse mejor en la escena directriz de la muestra: un pesebre villero que, a modo de núcleo, articula las ideas capitales. Un metro cuadrado mental en el que los nuevos monstruos son los viejos monstruos. Al margen del regreso 3D de su “Navidad en San Francisco Solano”, obra emblema de 1991, lo que apreciamos es, como en todo pesebre, la teatralización del nacimiento de un Dios hecho carne. Una fiesta en el tiempo y una cicatriz, un “antes y después” del alumbramiento que no sólo incluye en retrospectiva todo cuanto existió hasta dar con lo molecularmente astronómico, sino también un punto de capitón ciego para Occidente, peligroso, porque habilita la confusión entre divino y humano en un sistema que involucra al propio Dios como víctima en el sacrificio, y que al secularizarse engendraría un fenómeno epistémico parasitario: el capitalismo deviene en religión en la modernidad. Más que el nacimiento de una individualidad mediada por el sufrimiento, en Nochebuena festejamos el acmé de un culto sin respiro ni tregua al dinero y su imaginario. Están Cristo, sí, María, José y los bueyes, pero conviven indisociables con Papá Noel, los renos, los pinos y la nieve, y llegan solapados, puntuales, cada medianoche el 25 de diciembre.

Sintomática, la escena del pesebre telúrico de Marcelo Pombo grafica la fusión compleja de estas dos religiones y expone el resultado del único alumbramiento posible en ese cruce: el Arte, falso profeta, producto consumado que reclama una fe necesaria. En la escena reaparecen la nieve secular, mitad Coca Cola mitad Peronista (esa nieve teatral que cubre los cuadros de Santoro y que cayó verdadera sobre el área metropolitana un 9 de julio kirchnerista), los paquetes con moño y papel decorado, regalos en papeles secundarios adorando al personaje reverencial, un Cristo Obrero en la forma de un ladrillo cubierto de brillantina roja, imagen santificada en el póster de la muestra. Si el ladrillo ortoédrico es un leitmotiv para la nueva metafísica simplificada del arte argentino, este ejemplar gana su lugar dentro de la genealogía tan sólo por ser una fundición precisa entre dos modelos previos y enfrentados: el ladrillo ecuménico que Gabriel Chaile viene investigando desde hace años y el ladrillo azul autárquico que Martín Touzón presentara en Focus 2017. El Arte en la religión capitalista es una ficción inserta en otra mayor; una ficción al cubo. Arropado en glitter, el ladrillo de barro en la galería Barro es una síntesis desnuda que ocupa un rol, ser Arte es ser esperanza y producto de la cultura. Fe, artificialidad y branding.

La paleta de colores en las últimas obras de Pombo recuerdan los marrones agrisados, violetas pálidos y negros de la etapa final de Rothko, quien buscaba en la religión algo parecido a la compasión y que dejó en esos cuadros previos a cortarse las venas a la altura de los codos el reflejo desolado de no poder asimilar los innumerables malentendidos que engendra el sistema del arte. Puede que por eso el brillo en Pombo se mantenga excepcional, conscientemente a flote como cáscara y máscara, atravesando de principio a fin toda la producción. Más que el hilo invisible de Ariadna que menciona el texto de sala, el brillo fue para el artista un escudo de Aquiles, pacientemente labrado, con el cual defender en la visibilidad un mecanismo que habilitase en sincronía una patente y una constancia de pertenencia. Antes que un método, abrillantar sería una síntesis económico-religiosa cercana a su propia parodia, un Rayo Pomberizador con el cual permitirse sonreír un poco. La de Pombo es la sonrisa que, como escribió Berger, aparece de inmediato un vez asimilada la tragedia.

 

Marcelo Pombo, Templos de barrio, Barro Arte Contemporáneo, Buenos Aires, 30 de abril – 11 de mayo de 2019.

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