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Entiendo sólo en parte el desconcierto que provocó el año pasado la traducción a nuestra lengua de La infancia de Jesús. Un desconcierto que se puede resumir en la pregunta “¿Puede J.M. Coetzee, Nobel de Literatura, escribir una novela cuanto menos mediocre?”. Pero su última ficción me parece tan imperfecta o discutible como la mayoría, si no todas, las que separaron —entre 1999 y 2009— sus dos obras maestras, Desgracia y Verano. El ritmo narrativo es muy parecido al de Juventud y Hombre lento; los diálogos, no siempre tan filosóficos como uno esperaría, los encontramos en Elizabeth Costello y en sus cartas con Auster, también atravesadas por la pregunta sobre el deseo carnal. Sin embargo, su última novela tiene una fuerte dimensión de novedad. Tal vez porque deja atrás Sudáfrica, como realidad o como representación distorsionada, y se enfrenta a la emigración.
Una emigración tanto física (estamos ante un Nuevo Mundo) como conceptual (en ese espacio inédito se habla sólo español), marcada por la inversión de tópicos: la población no puede ser definida por el estereotipo de lo latino: “Que sea tan insulso. Todos los que he conocido son honrados, amables y bienintencionados. Nadie dice palabrotas ni se enfada. Nadie se emborracha. Nadie levanta siquiera la voz”. El relato se mueve entre la distopía histórica, pues el requisito de la inmigración no es otro que el olvido de la vida anterior, y la distopía sentimental, pues estamos en un país en que el sexo y las relaciones de familia no pasan por los códigos al uso, sino que son más bien alianzas e intercambio frío y necesario de fluidos. Técnicamente, lo que más sorprende es el desaliño de multitud de transiciones narrativas, como si a Coetzee no le interesara la artesanía y descuidara radicalmente el cultivo de la elipsis. La novela está mal escrita. Conscientemente, como si lo distópico y el olvido y el nuevo comienzo se aplicaran también a la propia factura.
Las dos lecturas más interesantes de La infancia de Jesús guardan relación con el lugar que tienen en ella los Evangelios. La primera, evidente, formulada por el título, invita a pensar en la relación entre el protagonista y su hijo adoptado o ahijado, como una traducción libre de la de José con Jesús. En la interpretación de Coetzee, María no es ni siquiera un vientre de alquiler, sino un cuerpo alimentado exclusivamente por la voluntad de ser madre (“las ideas pueden volverse realidad”); y el niño Jesús, un genio, un mago, un inadaptado que fabula relatos sobre su propio origen. La segunda lectura, más sofisticada, se desprende del importante rol que el escritor adjudica en la ficción a un Quijote ilustrado, del que el niño no se quiere desprender y con el que aprende a leer. La exégesis conjunta que de la obra de Cervantes hacen el protagonista y el niño apunta hacia la concepción de Don Quijote como profeta o como mesías. El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha sería, en esa línea, el auténtico evangelio de la modernidad.
J.M. Coetzee, La infancia de Jesús, traducción de Miguel Temprano García, Mondadori, 2013, 272 págs.
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