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Las historias de forajidos a caballo, tiros en un pueblo desierto y el sheriff con sus ayudantes nos llegaron desde el cine, que supo darle una atmósfera propia a ese tipo de tramas. Puede ser que un lector diga que eso no es así y que si él piensa en un western le venga primero a la cabeza no sé cuál libro antes que una película. Puede ser, pero no habría que tomarlo en serio.
Sin embargo, antes de que existiera el cine, estuvo William Sydney Porter —conocido artísticamente como O. Henry—, uno de esos escritores que vio desfilar ante sus ojos a aquellos jinetes, tal vez los últimos, y que vio desfilar también las consecuencias terribles y frescas de la Guerra de Secesión de Estados Unidos. Nacido algunas décadas después que Mark Twain y una antes que Jack London, O. Henry (1862-1910) trabajó en un sinfín de actividades. Fue farmacéutico, peón de un rancho, cocinero, músico, dibujante. Estuvo preso por fraude, escapó, cayó preso otra vez. Antes de morir, saturado por la bebida y en soledad, vio publicados sus cuentos en las revistas y diarios de mayor tirada de aquel entonces.
Esta antología puede dividirse en aquellos cuentos que tratan del western y otros que se dedican a lo que dejó la guerra civil. En “La senda del solitario”, relato que le da título a este volumen, un hombre otrora temible y ahora domesticado por el matrimonio se encuentra con uno de sus antiguos camaradas de tropelías y ambos salen a tomar unos tragos a una cantina donde coinciden con una banda rival con la que tiempo atrás se tirotearon. Por los diálogos más que por la violencia, el cuento parece salido de una película de Tarantino, que es bastante probable que haya leído muy bien a O. Henry, algo que se aplica todavía más a “Un príncipe del Chaparral”. En esta corriente de relatos western, “Cómo asaltar un tren” se mete en la psicología práctica de los maleantes de aquel rubro. En “El valor de un dólar” aparece uno de esos bandoleros solitarios dispuestos a vengarse del conservador juez y fiscal. A pesar de la cadencia de O. Henry, los relatos, con traducción afinada de Marcelo Cohen, se leen como si uno estuviera montado en uno de esos caballos que galopan levantando polvo y disparando tiros.
En los cuentos que encausan lo que dejó la Guerra de Secesión, de lo que el viento se llevó, no es que O. Henry se ponga serio: el humor sutil sigue latiendo, pero el autor entiende que se trata de algo complejo para quienes fueron derrotados y deben soportar la victoria militar, política y económica de los yanquis del Norte. Su cultura dejó de existir y por eso deambulan en el nuevo mundo con una nostalgia que se parece a la muerte en vida. Así, resulta conmovedor “La ambigüedad de Hargraves”, en la que quien fue un viejo caballero algodonero debe vivir en una pensión de Washington con su hija, lo único que le queda además de los últimos dólares. Con el mismo tono se destacan “Un informe municipal” y “La rosa de Dixie”, con temáticas que versan sobre la industria editorial. En “Dos renegados”, los Estados Confederados de América parecen recuperar la vida pretérita, sin importar los cuarenta años que pasaron desde su rendición total.
O. Henry fue un escritor preciso, gracioso y profundo, que supo entender el peso del alma individual en medio de los traumas colectivos. Dejó su legado en escritores que lo sucedieron en el realismo norteamericano como Capote, O’Connor y Carver, entre otros. Es muy probable que, luego de leer estos cuentos, cuando se hable del western, muchos piensen primero en algunos de los personajes y las situaciones que galopan por estas páginas.
O. Henry, La senda del solitario, traducción de Marcelo Cohen, Fiordo, 2024, 208 págs.
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