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El 27 de mayo de 1895, Oscar Wilde fue sentenciado a dos años de cárcel y trabajos forzados. Las circunstancias de esa condena son célebres: la moral victoriana no le perdonaba su relación con lord Alfred Douglas. Durante el juicio se leyeron pasajes de su obra. La literatura de Wilde sirvió de prueba de cargo de su gross indecency. Se conserva la transcripción de las actas del juicio.
Sin noticias de Douglas en la cárcel, dos meses antes de salir, Wilde se decide a escribirle una extensa carta. Se trata del De profundis, epistola in carcere et vinculis. “Bosie”, así llama Wilde cariñosamente a Douglas, fue el culpable de que terminara vistiendo ropas de preso. Por demasiado tiempo había alimentado el odio y la persecución de su padre, el marqués de Queensbury.
Wilde —de cuyo nacimiento se cumplieron hace poco 165 años— lamenta desde la cárcel haberse dejado arrastrar por una vida que no tenía por objeto principal la creación y la contemplación de la belleza. Sentía que nunca su arte había sido tan improductivo como en aquellos años juntos. “Has sido la causa de la ruina de mi arte”, le dice a Douglas. “Pediste sin delicadeza y recibiste sin gratitud. Me llevaste a la bancarrota”. Quiere que Douglas lea la carta como si leyera fuego. “Y si necesitás llorar, entonces llorá, como se llora en la cárcel”.
Basta leer sobre la vez que Wilde enfermó de influenza para imaginar la relación entre ellos. Se hospedaban en un hotel de varios pisos en Brighton, Wilde necesitaba ayuda para las actividades más cotidianas. Ni siquiera podía bajarse de la cama solo. En lugar de brindarle asistencia, Douglas regresa a Londres y lo deja librado a su suerte. Lo que vuelve más doloroso ese desdén es que la enfermedad de Wilde era culpa de Douglas: él lo había contagiado. Durante sus padecimientos, los días previos, Wilde no se había separado de él un solo instante. Le regaló frutas, flores, libros, todo aquello que puede obtenerse con dinero y también aquello que no. Las razones de Douglas en esa oportunidad iluminan este nuevo abandono en la cárcel. Le dijo: “Cuando no estás sobre tu pedestal, dejás de ser interesante”.
O por lo menos esta es la versión de Oscar Wilde.
Con la publicación de Oscar Wilde y yo, de lord Alfred Douglas, tenemos la posibilidad de escuchar la otra mitad de la historia. No se trata de la primera traducción al castellano, pero sí de la primera en mucho tiempo.
En este libro, publicado originalmente en 1914, catorce años después del fallecimiento de Wilde en la pobreza, Douglas explica que su intención es “refutar los violentos ataques perpetrados por Wilde” en el De profundis. Sin embargo, el tono nunca es el de una defensa o una refutación. Douglas quiere convencernos de que Wilde fue un enorme fraude, una mistificación. La palabra impostura aparece varias veces en su libelo. No se ahorra reproches estéticos ni morales. Cuenta que la primera vez que se vieron, Wilde no le provocó una impresión especial. De no haberlo conocido, no habría perdido nada, dice, y relata con detalle ese encuentro. “Aquella noche Wilde hizo por mostrarse ingenioso lo que después no hizo en toda su vida. Aguzó tanto su ingenio y con tan evidente afán de no desperdiciar un solo efecto, que yo, que había ido allí con la disposición del admirador ciego, cuyo entusiasmo literario —rayano en el más craso infantilismo— llega a divinizar al objeto de su admiración, salí profundamente desilusionado, con la impresión de haberme encontrado en presencia de una celebridad postiza”.
Para Douglas, todo lo que Wilde intentó fue siempre “un procedimiento ficticio para deslumbrar imbéciles”. Ni su literatura ni sus páginas de crítica y arte se salvan de la ofensa y el desprecio.
Pasaron más de cien años de estas palabras. El juicio del tiempo ya se encargó de ubicar a Wilde en el cielo que le corresponde. También decidió un lugar para lord Alfred Douglas. No es necesario agregar más.
André Gide dijo que sólo leyó parcialmente Oscar Wilde y yo, que le resultó abominable tanta hipocresía y tanto cinismo. Sin embargo, de algún modo misterioso, el libro de Douglas es de lectura obligada para todos los que se sueñan wildeanos y asumen la vida con ese anhelo dandi y decadente por la belleza, cediendo a todos los excesos, con amable elegancia.
Lord Alfred Douglas, Oscar Wilde y yo seguido de De profundis, traducción de Marcelo Gargiulo, Granica, 2019, 340 págs.
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