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Lorrie Moore es hoy la máxima exponente de la tradición norteamericana (Hemingway, Welty, Cheever) de autores cultores del cuento; es decir, autores que también escriben novelas (malas, buenas o muy buenas), pero que encuentran en el cuento su mejor versión, eso que los hace destacar. Moore, no cabe dudas, es una cuentista brillante ―basta leer un cuento al azar de Pájaros de América para darse cuenta― que cada tanto escribe novelas (malas, buenas o muy buenas) que no logran alcanzar el brillo al que nos tiene acostumbrados en sus cuentos. Se podría decir, como se dijo de Hemingway, que sus novelas parecen cuentos desmedidos a los que les sobran demasiadas cosas; que el cuento, por una cuestión de economía de medios, pero también de libertad argumental, es más permeable a su estilo que un texto de largo aliento donde la estructura ordena ―en su caso: ahoga―. En fin, hipótesis. La realidad es que en Si este no es mi hogar, no tengo un hogar, su cuarta y mejor novela, la Moore novelista por momentos se acerca bastante al esplendor de la Moore cuentista. Se acerca y se aleja porque Moore es, ante todo, una escapista.
La novela cuenta dos historias en tiempos y espacios diferentes. La primera, narrada en cartas a una hermana muerta, es la de Libby, la excéntrica dueña de una pensión en el siglo XIX, luego de la Guerra de Secesión, que recibe a un huésped sospechoso que intenta seducirla. La segunda, la principal de la novela en extensión y densidad, narra en tercera persona la historia de Finn, un solitario profesor que, mientras está despidiendo a su hermano mayor que agoniza en un centro de cuidados paliativos en Nueva York, en plena carrera electoral de 2016, recibe un mensaje críptico de una amiga de Lily, su ex, el gran amor de su vida, que le pide que vuelva a Navy Lake. Finn entonces deja a su hermano agonizante y cruza el país en busca de Lily, temiendo lo peor. Algo que se confirma rápidamente: después de varios intentos fallidos, Lily se ha suicidado ―entre la pena y la nada, elige la nada―. Finn, destrozado y aún incrédulo, la va a buscar al cementerio verde donde fue enterrada, y sí, Lily lo está esperando. Llena de tierra, sucia, pero aún radiante a los ojos de Finn, le pide que la lleve a una granja forense en Knoxville. Entonces, juntos, muerta y vivo, emprenden un viaje al verdadero destino. Ese viaje es el corazón de la novela. Para Moore, está claro, la muerte es un comienzo.
Salta a la vista la referencia a Mientras agonizo; de hecho, una de las citas con las que Moore decide abrir el libro es de la famosa novela de Faulkner ―grandísimo cuentista, excelso novelista―. Acá también hay un largo viaje con un muerto a través del país, como si la autora se pusiera a jugar a partir del argumento faulkneriano, que bajo su filtro se vuelve otra cosa, por estilo, desde ya, pero también por estructura, que el autor del sur trabaja con rigurosidad y Moore deja en el camino sin que le importe mucho a medida que Finn conduce, centrándose en el ritmo de la prosa (su musicalidad, su lírica, su elasticidad) y las imágenes potenciadas por el uso siempre original del comparativo.
Es difícil establecer un género para la novela cuando la propia Moore es un género en sí mismo. Novela de fantasmas y también de carretera, tragicomedia existencial y también comedia romántica, película de zombis y también western con atraco; en fin, todo eso cabe para la historia principal. Para agregarle caos al asunto, el libro es cruzado por las cartas de Libby, esa historia paralela por momentos inasible ―y olvidada―, así que se podría sumar la categoría de novela epistolar. No es de extrañar la mixtura en Moore, alguien que no se rige por las convenciones narrativas y que, como Lily, es anárquica y acumula el caos dentro de sí. Claro que ese caos, que podría ser catastrófico para cualquier otro autor, en ella funciona como un fuego, al menos en sus términos, controlado.
Por la decisión de Moore de empezar por el lado B (al final los lados se tocan de manera rebuscada), es decir, la historia de Libby ―que tranquilamente podría ser un antepasado, otro yo de Lily―, un monólogo interior desenfrenado ―más Molly Bloom que Addie Burden― difícil de seguir y ubicar, al comienzo cuesta entrar en el tono de la novela. Algo que sucede una vez que avanza la historia de Finn, mejor dicho, una vez que se inician los diálogos, que Moore maneja con maestría (subtexto, frescura, fluidez). Para ello, crea el escenario ideal: Finn necesita hablar para que su hermano no se muera primero y para que Lily no se descomponga después. La conversación (en estos casos, final) como forma de ganarle al tiempo ―aunque sea un triunfo pírrico―. Moore sabe que el diálogo ―con el humor, su mejor herramienta― no salva, pero sí sana. Finn se dará cuenta de esto a los golpes.
Un gran truco de la autora es la manera en que introduce a Lily ―personaje tan entrañable como complejo―, que primero es nombrada, sobrevuela como un fantasma (sabemos de su enfermedad mental, su afán suicida, su historia personal y de amor con Finn), y sólo casi a la mitad de la novela hace su aparición estelar, ya literalmente un fantasma. Una vez que aparece “corporalmente” (fantasma, muerta viva, cadáver, zombi, como gusten), la novela le pertenece, todo gira alrededor de ella. Desde entonces, el realismo minimalista característico de la autora se cruza con el mágico a la García Márquez: cuanto más fantástico, más detalle ―la descripción de la descomposición de Lily es genial―.
Si este no es mi hogar, no tengo un hogar es una novela teatral, excesiva, tierna, absurda ―como el amor, como la vida― y conmovedora, que habla de atravesar el duelo (“nos rodea la muerte para que podamos aprender a aceptarla”, dirá Lily), amoroso, sí, pero también ―y especialmente― fraternal. Ahí otro truco: narrar sin subrayar; Moore pone el peso en la historia amorosa, pero el eco está en la fraternal (para la autora, un hermano es un sostén, su versión de la amistad; como dice Finn, “el mundo está lleno de hermanos”). Algo similar hace con el contexto político: no sólo contrapone el triunfo de Trump a la época de la Guerra Civil, sino que resalta el absurdo que eso implica (si Trump pudo ―y puede― ser presidente, Finn, obviamente, puede viajar con el fantasma parlanchín de Lily). Para Moore, Lily es aquel Estados Unidos: un país deprimido que decidió liquidarse, o mejor, una carretera sinuosa que se difumina en la neblina.
Lorrie Moore, Si este no es mi hogar, no tengo un hogar, traducción de Albert Fuentes, Seix Barral, 2024, 288 págs.
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