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Pálido caballo, pálido jinete

Katherine Anne Porter

OTRAS LITERATURAS

Cada vez que se ordena la biblioteca —con la vana intención de encauzar lo que prospera en desorden—, Katherine Anne Porter suele quedar un poco al margen, en aquel estante donde uno coloca las piezas que no destacan por su volumen, pero que guardan algo que conviene no perder. Sólo de manera tangencial su obra es redimida por el fulgor de Faulkner y la sombra espigada del gótico sureño, que la rozan sin terminar de reclamarla. Y, sin embargo, basta abrir cualquiera de sus libros para que esa modestia aparente se disipe.

Si bien nació en Texas en 1890, su biografía se encargó pronto de desmentir cualquier permanencia estable: mudanzas, pérdidas, trabajos menores, matrimonios intermitentes y una salud frágil le imprimieron a su escritura un pulso de vigilancia constante que encontró en la forma breve su cauce dilecto. Porter entendió que el cuento podía alojar una idea moral sin volverse sermón, y que la violencia podía filtrarse en la prosa como una variación de luz. No fue una autora prolífica, pero sí inflexible. Prefería demorar años en un texto antes que traicionar ese ideal suyo de claridad severa. 

En sus mejores relatos, el mundo parece visto desde un ángulo apenas ladeado, suficiente para que lo cotidiano revele una grieta. Pero no es lo fantástico aquello que irrumpe en tales instantes sino la vislumbre de un error, la posibilidad no siempre funesta de haber vivido equivocado. Muchas veces es el pasado el que desplaza el mobiliario interior y obliga a reconsiderar lo pretérito. Las tres novelas cortas que conforman Pálido caballo, pálido jinete —publicado en 1928 y traducido con admirable pulcritud por Matías Battistón— constituyen un mismo estudio de caso: el de la conciencia enfrentada a la más implacable de las formas del tiempo, que no es tanto el paso de los años sino el peso de aquello que se niega a ser olvidado.

En “Las muertes pasadas”, Porter retorna a los paisajes de su infancia texana para examinar la persistencia de un mito familiar —el de la tía Amy, la belleza sureña que encarna la nostalgia de una época perdida— y su poder de modelar las generaciones posteriores. A través de las hermanas Miranda y María, Porter traza el itinerario de una educación sentimental marcada por los oropeles idealizados del pasado, por la gravitación de los relatos que los mayores transmiten como verdades categóricas. A medida que la familia se disgrega y su memoria se erosiona en versiones contradictorias, el esplendor revela su faz de condena, así como los beneficios que otorga el desencanto. 

Otra variante de condena y retorno de lo anterior tiene lugar en “Vino al mediodía”, que transcurre en una granja agobiada por la dureza de la vida sureña, cuya languidez y sopor se espabilan con la llegada de un extraño. Royal Earle Thompson, hombre sencillo y mediocre, contrata a Olaf Helton, un inmigrante sueco taciturno y eficiente que con su sola presencia transforma de a poco el ritmo indolente de la granja. Durante años, la convivencia entre ambos se sostiene en una rutina sin palabras, hasta que la irrupción de un forastero —que dice conocer un oscuro pasado de Helton— desencadena un acto de violencia tan absurdo como inevitable, para el cual ni la justicia externa ni el autoengaño ofrecen consuelo. 

La pieza que da título al volumen, la más célebre y personal de las tres, cierra el tríptico involuntario desplazando la mirada hacia el desmoronamiento de la realidad personal en correspondencia con el desastre colectivo. Ambientada durante la pandemia de gripe de 1918, la historia retoma a Miranda —ya presente en “Las muertes pasadas”—, ahora convertida en una joven periodista que sucumbe a la vez ante el amor y la enfermedad. Febril, alucinada, suspendida entre el sueño y la muerte, Miranda recorre un territorio mental donde el tiempo deja de ser tiempo y se convierte en una corriente sin dirección, en un río que arrambla recuerdos, espejismos y retazos de conciencia. Porter transmuta la experiencia biográfica —ella misma sobrevivió a la gripe— en un viaje al límite de la conciencia, donde el cuerpo y el mundo se disuelven en una misma vibración. Y si bien la pérdida del amado coincide con el retorno a la vida, y la supervivencia se convierte en una forma de duelo interminable, el corolario de la faena redunda en que tal vez vivir implica haber muerto un poco.

La inocencia, la pureza o el amor es aquello que los personajes no cesan de perder. En ese retorno de lo perdido caben tanto la apertura a una porción de lo diferente como la condena irremediable al maltrecho libreto de siempre. Como si Porter dijera que liberarse del pasado no significa negarlo, sino amigarse con su naturaleza fantasmal: las historias que heredamos son falsas y verdaderas a la vez, y no podemos desprendernos de ellas sin destruir una parte de nosotros mismos.

 

Katherine Anne Porter, Pálido caballo, pálido jinete, traducción de Matías Battistón, Palmeras Salvajes, 2025, 228 págs.

4 Dic, 2025
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