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Cuando en 1963 la justicia italiana le inició proceso porque el mediometraje La ricotta ofendía la religión estatal, Pasolini telefoneó al juez y se puso a gritarle usando de fondo el llanto de su madre. Era típico de él, escandalizar usando costumbres corrientes, y le llovieron acusaciones de divo. Pero en Pasolini las dos caras del escándalo, promoción y revuelta, resultaban en una indefinición temeraria. Decenas de procesos judiciales, guerrilla polémica, controversia filológica, sexo arrabalero, violencia, cine político y mítico y profano, la Callas, etcétera: Pasolini fue una estrella. No fugaz: décadas después, la erudición sincera de sus escritos, su defensa de las culturas particulares achatadas por la alianza entre el capital y la Iglesia, su furia contra el nuevo hedonismo y sus cargas contra la arrogancia izquierdista siguen alumbrando a los disconformes con un fulgor subrepticio y punzante. A la saña de una sociedad que devoraba “no sólo a los hijos desobedientes sino también a los indefinibles”, se enfrentó con una conciencia afiebrada y una poesía en mutación continua: dedicando al padre (fascista) un librito de lírica arcádica escrito en friulano, usurpando el anestésico falso alejandrino italiano para las dudas políticas y la turbulencia emotiva (Las cenizas de Gramsci) o, como en Poeta de las cenizas, dejando cimbrear el verso en el aliento para dar, contra toda mojigatería retórica, una explicación de sí honda, acre y exhaustiva.
Poeta de las cenizas es un artefacto fuera de serie: novecientos versos de impúdica recapitulación bio-bibliográfica y alegato revolucionario por la santidad de todo lo que existe. Pasolini lo escribió en 1966, a los cuarenta y cuatro años, nueve antes de que lo asesinaran, como apéndice a su futura poesía completa. Esta traducción de Arturo Carrera (de 1994) es una gran obra de la literatura argentina contemporánea. Como si el espíritu del original lo hubiera poseído para dictársela en español, Carrera no transcribe un supuesto testamento: vierte una revelación.
Si a alguien no le dan ya la admiración ni la curiosidad para oír a Pasolini rememorando un paisaje de “frontera talada,/ con pequeñas colinas grises y prealpes desolados”, contando cómo se fomentó el Edipo, lidió con un padre alcohólico, se hizo comunista, promovió los estudios dialectales, renegó de la pacatezza provinciana y en la Roma canalla y magnífica de posguerra se entregó al hervor de mercaderes, rufianes y muchachos subproletarios de ojos negros; si no quiere escucharlo otra vez analizar sus películas, inventariar dañinos procesos por inmoralidad, esclarecer los motivos de sus novelas o su romance con la poesía beat; si piensa que deberíamos actualizar su denuncia del colaboracionismo virtual de las vanguardias, de todos modos no podrá desligarse del influjo del poema, un conjuro de guerra contra la irrealidad y una elegía por los momentos de plenitud. Hoy que en la sociedad no se enfrentan las clases o los credos sino concepciones de vida, conmociona la rapidez con que muchos versos de Poeta de las cenizas se aclimatan en la memoria. Perplejo, uno vuelve a preguntarse cómo hace la poesía para hacer mundo. Es asunto de composición, tropos, ritmos, sí, pero Poeta de las cenizas afila más la respuesta: “Quisiera expresarme con ejemplos/ arrojar mi cuerpo a la lucha./ Pero si las acciones de la vida son expresivas,/ la expresión también es acción./ No esta expresión de poeta renunciatario/ que no dice sino cosas/ y utiliza la lengua como vos, pobre instrumento;/ sino la expresión desatada de las cosas,/ los signos hechos música,/ la poesía cantada y oscura que no expresa más que ella misma,/ según la idea bárbara y exquisita de que la poesía es sonido misterioso”. Pasolini es una alarma contra el engaño: como dice Carrera, para él la poesía era el único vínculo crítico entre el hombre y su entorno. Creía que ese sonido misterioso obraba en la realidad, siempre y cuando los elementos de la música fueran uno con el pensamiento, el temple, la decisión.
Pier Paolo Pasolini, Poeta de las cenizas, traducción y prólogo de Arturo Carrera, Interzona, 2015, 56 págs.
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