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Acerca de Proust y el episodio de la magdalena, Beckett escribe: “la memoria involuntaria es una maga díscola que no admite presiones. Es ella quien escoge la hora y el lugar en que habrá de suceder el milagro”. Y ese milagro es el que experimentó John Berger cuatro semanas después de la muerte de su mujer cuando sonó en su habitación el Rondó N° 2 para piano de Beethoven. La música trajo de vuelta a Beverly y una asociación de recuerdos lejanos y próximos, íntimos y menores.
Berger escribe como si se tratara de una carta de amor póstuma, una respuesta posible al regreso de Beverly (o quizás escribe para forzar una respuesta de ella, su primera lectora). El tono elegíaco sobrevuela el libro en el que, como en toda la escritura del autor londinense, pensamiento y descripción aparecen indivisibles, una hace posible a la otra, la reclama para completarse, para confundirse. Las ideas de Berger dan la impresión de partir de la observación y, en este caso, de examinar bajo una luz tenue las imágenes de una vida compartida.
Beverly regresó a través de una melodía (“fuiste ese rondó, o ese rondó se convirtió en ti”, anota Berger), su recuerdo se aloja en esa pieza musical (recurrente y repetitiva, como las imágenes que Berger recuerda) que ya no puede ser escuchada sin que la mujer se haga presente de una manera milagrosa, para decirlo con Beckett. En cierto modo, el libro es una muestra de las formas que adoptan las ausencias.
Un hombre recuerda: “Te gustaba cuidar de las plantas porque era una manera de acariciar el futuro, de acomodarlo, de forma parecida a como me colocabas la bufanda junto a la puerta antes de salir al frío”. Las escenas que Berger rememora y anota son domésticas (cómo se peinaba después de ducharse), o momentos de trabajo (las citas de Spinoza que ella mecanografiaba), o actos que sucedieron después de la muerte (cuando va a retirar los anteojos que ella había encargado unas semanas antes). Un pequeño álbum de fotografías en colaboración en el que anota anécdotas, interrogantes.
Rondó para Beverly cuenta con una serie de ilustraciones que pertenecen unas a John y otras a Yves Berger (hijo del matrimonio). Un procedimiento para documentar y darle cuerpo a Beverly, para mostrar su ropa en una serie de dibujos, la imagen de una caminata durante una tarde en la que se ven las sombras de los dos, o distintas maneras de retratarla a través del tiempo. Las imágenes marcan pausas y fundidos, cambios de registro y tema, y se convierten en una forma de sintaxis del libro.
Berger suele decir (en Rondó… también puede hallarse la referencia) que escribe para hacer ver algo, como una forma de desnudar. Y en este libro pareciera querer descubrir los lugares y objetos en los que permanece escondida Beverly. Sin embargo, en su escritura siempre pareciera haber un sentido reservado, oculto, imposible de poner en palabras, como lo que siente un hombre al probarse los anteojos de su mujer muerta.
John Berger, Rondó para Beverly, traducción de Pilar Vázquez, Alfaguara, 56 págs.
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