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Como el universo físico, el universo digital es fabulosamente vasto: en 2020 contendrá tantos bits como estrellas en el universo, una constelación de datos en red inconcebible para la imaginación humana. Cierto que desde Walter Benjamin la “constelación” se reveló como una herramienta privilegiada para leer el sentido de las transformaciones caleidoscópicas de la sociedad y la cultura, pero ¿cómo leer el mundo contemporáneo en el caleidoscopio inabarcable de miles de millones de páginas virtuales? Es eso lo que intenta U, el protagonista de Satin Island, la sorprendente cuarta novela del británico Tom McCarthy. El joven antropólogo que alguna vez brilló en la academia está ahora al servicio de La Compañía, una poderosa corporación que asesora a empresas y gobiernos, y está a punto de embarcarse en su proyecto más ambicioso, el “Gran Informe”, destinado a ser “la Primera y la Última palabra sobre nuestra época”. La tarea de revelar el Zeitgeist de nuestra era, parece decir McCarthy, ya no cabe a un novelista sino a un antropólogo, y de ahí los parágrafos numerados que organizan la novela como si se tratara de un informe. Abrumado por la desmesura de la empresa, U elabora dossiers sobre fenómenos inconexos y enigmáticos buscando lazos ocultos, pero ¿cómo encontrar patrones levi-straussianos en la era del Big Data? A falta de un Leibniz de nuestro tiempo, ¿cómo concebir un Leibniz 2.0? U empieza a sospechar que el manual de navegación de nuestro tiempo es inescribible. Y más: el mandato del padre de la antropología, Malinowski, escribirlo todo para después transformarlo en datos, se le revela inútil en la era de la web cuando todo ya está documentado con cámaras de vigilancia, celulares, clics en millones de máquinas. El Gran Informe ya está escrito y, aunque seamos sus secretos arquitectos, la compleja estructura de las redes es insondable. A punto de admitir el fracaso e incluso de sabotear el informe, su héroe Lévi-Strauss le trae una última clave: “Lo que el antropólogo encuentra cuando se aventura más allá de las vallas que rodean a la civilización son sus efluvios, sus residuos tóxicos”. El texto numerado que leemos es, en efecto, un residuo, un subproducto del fracaso, que acaba por revelar que si algo define nuestro tiempo es precisamente la imposibilidad de definirlo. La literatura, sin embargo, sigue intentándolo, reciclando formas propias y ajenas, girando el caleidoscopio de su propia tradición contra el fondo confuso del presente. También la novela es hoy un residuo que resulta de la fricción con otros géneros, y en la tapa de la edición original de Satin Island se han tachado “Un ensayo”, “Un tratado”, “Un informe”, “Una confesión”, “Un manifiesto”, salvando apenas “Una novela”. En 1999, a fin de cuentas, McCarthy fundó con el filósofo Simon Critchley la International Necronautical Society (INS), una organización semificticia de “amantes de los restos”; es el autor de Residuos (2005), una ya mítica primera novela rechazada durante años por las grandes editoriales, y cree que la literatura se renueva en diálogo con el arte. Fiel a esos principios, escribe ahora una novela al modo caleidoscópico y residual en que la ficción de hoy puede hablar del presente. En los dossiers abortados, en las notas sueltas, acaba por aparecer un atlas descoyuntado del mundo: derrames de petróleo como parábolas de la hybris del progreso, colosales atascos de tráfico en una de las ciudades más pobres del planeta, marchas zombis, montañas de basura en llamas. Se lee Satin Island como si se surfeara en la web, en medio de una red cuya trama completa no se percibe, virtual tributo oblicuo de McCarthy a la proteica tradición del realismo. Nominada para el Booker Prize de 2015, Satin Island es, sin duda, una de las primeras novelas cabales del siglo XXI.
Tom McCarthy, Satin Island, traducción de José Luis Amores, Pálido Fuego, 2016, 205 págs.
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