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La publicación de los Diarios de Ignacio Carrión es una más que notable aportación al género en nuestro idioma: la primera entrega (Diarios. La hierba crece despacio, 2007) comprendía cuarenta años condensados en mil páginas; la siguiente fue una década dividida entre dos tomos (Molestia aparte, 2014) y la última llega casi hasta el presente y la acaba de imprimir Renacimiento. Lo publicado abarca apenas el veinte por ciento del ingente material escrito y responde a una máxima de Montherlant que anotó el autor al comienzo de su empeño cotidiano: “Es preciso escribir como si uno fuera comprendido, como si uno fuera amado, y como si uno estuviera muerto”.
No han gozado de demasiada suerte los dietarios en nuestra tradición: la vertiente política del personaje nubló el valor literario de los de Azaña y es sabido que el Cuaderno gris de Pla es una mistificación reelaborada en la madurez. Se ha dicho de los apuntes de Carrión que son impúdicos, perturbadores, y es cierto que al leer algunas páginas Karl Ove Knausgård parece un dulce y esquivo angelito, pero el retrato descarnado del yo que quiera serlo es inmisericorde desde Montaigne, que ya confesaba sin recato los problemas con su sexo: “natura me ha tratado de un modo tan ilegítimo e incivil como esta lesión enormísima”.
Carrión inició este proyecto íntimo en la Viena de 1961 tras visitar a un famoso psiquiatra, y no puede haber mejor entorno posible donde remitir su escritura interior: sobrevuela casi por cada línea la sombra de Kafka desnudo ante sus fantasmas, los ajustes de cuentas con el padre, con los amores, con el mundo, volcados en una intimidad hiriente y desolada, sin atisbarse piedad alguna; pero también está presente un verbo ácido y exacto como el del incómodo Karl Kraus, que arremetía contra la prensa y la hipocresía de su sociedad. El trabajo de corresponsal de periódico parece haberlo vivido el cronista como un exilio de su país y a veces de sí mismo, igual que si fuera el Bernardo Soares de Pessoa en el Libro del desasosiego, y ese extrañamiento lo persigue como acosaba al Max Aub de La gallina ciega: hay un hilo subterráneo que une esos dos retornos indignados a una España ensimismada y triste. Tampoco le duelen prendas al escritor para arremeter contra los dos diaristas oficiales de la época: de Andrés Trapiello dice que lleva años “adulterando el género”, y de Iñaki Uriarte, que es “una falsa alarma de calidad, un engaño promocionado, una escritura, si no muerta, agonizante”. Sostiene Carrión que usurpa el nombre de diario aquel que falsea la voz y se inventa un personaje, el que no te sitúa en el tiempo y en el espacio, y el que no identifica a las personas más que para lisonjearlas.
Ignacio Carrión, Diarios (2011-2015), Renacimiento, 2016, 476 págs.
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