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Se podría arriesgar sin temor a equivocarse la opinión de que el aburrimiento es algo elidido en la vida del sujeto contemporáneo; la parafernalia disponible de dispositivos de inducción y encauzamiento del deseo parece corroborarlo. Para aburrirse se requiere tiempo, y quién tiene tiempo o, más aún, quién habita esa disponibilidad sin saturarla de gadgets, entretenimientos pasatistas o ansiolíticos. El cansado, nos dicen, es la figura estelar de estos tiempos; un individuo anulado como sujeto debido a la hiperadaptación acrítica a las condiciones de rendimiento y autoexigencia imperantes (algo similar a lo que, con los matices del caso, el psicoanalista Christopher Bollas llamaba personalidad normótica). A diferencia de aquel, el aburrido dispone de tiempo, para pensar, actuar; o para hacer nada. El aburrido es un desestabilizador en potencia. Esto viene a cuento de Una pizca de maldad, la primera novela que se traduce al castellano del escritor chino Ah Yi (un cuento suyo, “Dos vidas”, fue incluido en la antología de narradores chinos Después de Mao). Zhou, el narrador protagonista, es un adolescente que vive el tiempo como una masa inagotable: “Tenía demasiado tiempo, y no sabía cómo gastarlo”. El tedio es como la humedad, lo impregna todo. Las tentativas que realiza para paliarlo se reducen a dos: la masturbación y el regateo incitante con desaire final. Pero la eyaculación no es el corolario del deseo ni el desaire garantía de goce. Zhou busca la plenitud: habitar ese tiempo que se vive como exceso; habitarlo, no poseerlo. Para eso elabora un plan minucioso que realiza con una apatía extrema: asesina brutalmente a una compañera de escuela (la brutalidad es proporcional a la frialdad con que lo relata) para escapar y sentir en el abandonarse a la fuga “cómo la vida se volvía algo compacto, simple y lleno de tensión”. Aunque alguna satisfacción obtiene, sobre todo en los momentos en que más cerca se encuentra de morir, pronto vuelven a asomar el tedio y la pregunta que lo condensa: ¿qué hacer ahora? Esta vez la decisión recae en el azar y como saldo obtiene una erección luego de un intento de suicidio. En la primera oportunidad se entrega a la policía y a partir de ahí comienza a hacer gala del humor gélido que lo caracteriza frente la pugna judicial y periodística por entender la arbitrariedad de un crimen sin móvil. En la solicitud para asumir los cargos y en la renuncia a defenderse, el aparato judicial ve un escollo que hay que sortear; lo intolerable requiere de explicación. Mientras tanto, impertérrito, Zhou espera su final. No sería raro notar algún parentesco con El extranjero, la novela de Albert Camus, aunque no sea más que para señalar todo aquello que las distancia. Con admirable manejo del pulso narrativo y un nihilismo extremo, la novela de Ah Yi —seudónimo de Ai Guozhu (Ruichang, 1976)— deja al lector masticando no pocas espinas; como si hubiésemos sido no sólo testigos del crimen, sino también sus partícipes necesarios. Un comentario final a la dedicada labor del traductor Miguel Ángel Petrecca, que viene poniendo a nuestra disposición un muestrario de la literatura china contemporánea. Vayan el saludo y el empuje para que siga.
Ah Yi, Una pizca de maldad, traducción de Miguel Ángel Petrecca, Adriana Hidalgo, 2017, 184 págs.
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