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“Los seres humanos se unen bajo ciertas formas de Dolor, de Espanto, de Ridículo, de Misterio, con melodías y ritmos imprevistos, dentro de relaciones y situaciones absurdas. Sometiéndose a ello, son creados por lo mismo que ellos han creado”, sostiene Gombrowicz en el prólogo de El casamiento, poderosa declaración que da cuenta de lo que llama el “drama de la Forma”, que se puede referir tanto a la producción artística como a cualquier creación o institución humana. Si Ferdydurke es una antinovela de iniciación, una ficción sobre la creación social de la forma subjetiva —la obligada y agobiante madurez— y sobre la búsqueda de una forma literaria para la inmadurez refractaria, El casamiento es, en continuidad programática, una obra sobre la construcción de la identidad y de eso que llamamos “mundo” como formas teatrales.
La acción dramática es simple: Enrique vuelve de la guerra convertido en un difuso y ruinoso conjunto de recuerdos que va frotando en cada reencuentro. De inmediato tropieza con su amigo Pepe, que lo asiste desde el comienzo, y luego con su padre y su madre, a quienes eleva a la condición de reyes con el fin de que le otorguen el sacramento matrimonial para unirse con su antigua novia María. Antes del casamiento, de manera casi casual, acompañado y vitoreado por el Borracho, Enrique mismo se postula rebelde o traidor, se autoproclama rey y encierra a su padre, quiere casarse a sí mismo. En una farsesca reescritura de Hamlet y de La vida es sueño, el protagonista compone y dirige el drama de su vida y de su entorno a partir de sus sueños, de su runrún interior. Como Hamlet, que pone en escena su dilatada y rumiada venganza, Enrique busca dar forma al mundo exterior, pero lo hace a los tumbos, deformado por su propia caótica inconsistencia, perturbado también por el afuera y las acciones de los otros.
Se dice que el propio Gombrowicz consideraba que esta obra era “irrepresentable”. El director de esta puesta, el polaco Michal Znaniecki, logra construir una lúdica y musical teatralidad que evade con irreverencia la solemnidad que la gran sala Martín Coronado suele imponer. Esa teatralidad tiene como principal componente la fluida, potente actuación de Luis Ziembrowski (lo que hace con las palabras trae el eco de sus memorables trabajos con el grupo La Pista 4) y de todo el elenco (Roberto Carnaghi, Nacho Gadano, Laura Novoa, Emma Rivera, Federico Liss y más). Con crescendos y descensos, exasperaciones y matices, las actuaciones marcan el ritmo oscilante y fragmentario del drama. Las intervenciones coreografiadas de los desquiciados grupos de cortesanos o lacayos, que se agitan como fantasmas de la mente de Enrique, y los dos músicos en escena también aportan forma y espesor al despliegue de la gran mascarada. No parece tan necesario, en cambio, el uso del video y las pantallas, acaso en busca de dotar al espectáculo de una impronta contemporánea e incluir lo mediático como una versión actual de esas formas que la cultura crea y que, a su vez, la constituyen.
En el momento decisivo de El casamiento, Enrique se quiebra y cae bajo el peso de sus actos, de las formas que él mismo produjo y de las fuerzas que desató… “¡Yo no soy responsable de nada! / ¡No comprendo mis propias palabras!”, suelta en el final como si tratara de exorcizar y detener su propia monstruosa creación.
El casamiento, de Witold Gombrowicz, dirección de Michal Znaniecki, Teatro San Martín, Buenos Aires.
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