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A propósito del concierto de Bob Dylan and His Band en el Nelson Mandela Forum de Florencia

DISCUSIÓN

Cuando se le concedió el Nobel de Literatura en 2016, Bob Dylan acababa de publicar dos discos de standards (Shadows in the Night, 2015; Fallen Angels, 2016) y estaba en camino de publicar otros tres (Triplicate, 2017). La ironía no pasó desapercibida: tras varios años de coquetear con una candidatura, el premio finalmente llegaba cuando ese Dylan autor al que se consagraba en Estocolmo ya no estaba allí. El que subía al escenario a recibirlo (metafóricamente: Dylan no hizo acto de presencia en ninguna ceremonia) era su nuevo avatar, un improbable crooner crepuscular que llevaba de gira por el mundo sus arreglos de viejas canciones del repertorio clásico norteamericano.

Y aun cuando ofrece apenas tres canciones de ese repertorio en cada noche de esta versión 2018 del “Never Ending Tour” (etiqueta de la que Dylan renegó explícitamente ya en 1993, cuando su “gira interminable” llevaba recién cinco años y no los treinta que cumple actualmente), el espíritu que anima esa música se extiende por todo el set de casi dos horas, transformando una vez más sus propias canciones que, como ya es habitual, mutan su fisonomía a la par de los cambios de piel de su autor. En otras palabras, Dylan somete sus creaciones al mismo procedimiento aplicado a aquellos viejos standards: arreglos clásicos, fuera del tiempo, con una banda mucho más controlada que en giras anteriores, guiadas con mano maestra por la guitarra de Charlie Sexton.

A diferencia de otros años (basta recordar su último paso por Buenos Aires en 2012, con cuatro funciones en el Gran Rex en las que la lista de temas, con cuatro o cinco excepciones, variaba cada noche), ahora Dylan prácticamente no cambia el libreto. La única intriga en cada caso es cuáles serán los tres standards elegidos, enmarcando la parte central de la velada, que parece salida del Bang Bang Bar que David Lynch imaginó para su tercera temporada de Twin Peaks, una imagen reforzada por las grandes cortinas iluminadas en tonos de rojo, la curiosa combinación de un busto de mármol y la estatuilla del Oscar (obtenido en 2000 por “Things Have Changed”, la canción que abre la noche), sumado al uniforme gangsteril de Tony Garnier (bajo), George Receli (percusión) y Stu Kimball (guitarra rítmica). A la izquierda del escenario, ellos tres ofrecen la base sobre la que se entrelazan las líneas de Donnie Herron (violín, banjo, mandolina y, especialmente, lap y pedal steel) y Charlie Sexton, que toma especial protagonismo en las canciones que, en esta nueva reencarnación, adquieren un perfil casi rockabilly: “Highway 61 Revisited”, “Honest with Me” y “Thunder on the Mountain”. Hacía mucho que la banda de Dylan no sonaba así de demoledora.

En el centro de la escena, Dylan sólo abandona el piano (que puede tocar sentado o de pie, según lo requiera la canción) para los standards. Desde el fondo del escenario, se mezcla entre la banda, como si la voz fuese allí un elemento más entre otros. En esos momentos, se produce un fenómeno curioso: una suerte de aumento en la electricidad del público, que integran desde viejos peregrinos que siguen el recorrido de su estrella hasta jóvenes que no habían nacido cuando Dylan reencarnó en su actual figura de artista errante. La interpretación de esos viejos clásicos ajenos (en este caso, en el concierto del 7 de abril, fueron “Melancholy Mood”, “Once upon a Time” y “Autumn Leaves”) es recibida como una epifanía, como si Dylan ofreciera con ellas una ventana a su propia sensibilidad, esa que sus canciones ocultan sobre capas y capas de imágenes que sus oyentes jugamos a desentrañar, especulando con que en ellas se aloja un secreto bien guardado.

Acaso el error sea buscar las pistas de ese secreto (si es que existe) en el lugar de siempre: las letras. En esta gira no faltan algunos de los versos más citados del corpus dylaniano: “Desolation Row”, “Ballad of a Thin Man”, “Tangled up in Blue” (acaso la canción que más transformaciones recibió desde su creación en 1975, aquí reconvertida en una balada que culmina cada estrofa dejando el refrán en suspenso), a los que habría que sumar las canciones de su último disco de temas propios, Tempest (2012), que incluye admoniciones en ese modo de profeta apocalíptico que, desde sus inicios, tan bien le sienta a Dylan: “Early Roman Kings”, “Duquesne Whistle” (en la que parece resonar la voz de Louis Armstrong), “Soon after Midnight”, “Pay in Blood” (con ese verso, “another politician pumpin’ up the piss”, que anunció antes que nadie el más escatológico escándalo de Donald Trump) y, especialmente, la extraordinaria “Long and Wasted Years”, que cierra el recital antes de los bises.

Pero tal vez la verdadera pista deba buscarse en ese inusual contraste entre el bronce y el mármol que se esconde entre los amplificadores. La estatuilla del Oscar parece casi una declaración de principios: el lugar de Dylan está en el mundo del espectáculo y no en el de las letras. Nada, sobre el escenario o debajo de él, remite a la palabra “Nobel”. Más elocuente aún resulta el busto de mármol: si, como parece, se trata del de Palas Atenea, Dylan, vestido de negro, sería entonces ese cuervo que, ante cada una de nuestras preguntas, responde siempre su misterioso “Nevermore”.

3 May, 2018
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