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La mujer puerca

Santiago Loza

TEATRO

Santiago Loza y Lisandro Rodríguez lo han hecho de nuevo. Concebida como una hagiografía menor, La mujer puerca es sin duda una obra excelente, con una magnífica puesta en escena. Presenta un momento bisagra en la vida de una desamparada que ha optado por la fe y quiere convertirse en santa. En la tremenda actuación de Valeria Lois –para hacerle justicia se necesitaría medio kilo de adjetivos–, vamos conociendo todos los pormenores de esta vida –su culpa original, su martirio, su expiación–, en un monólogo dramático-narrativo escrupuloso y delicado, que conjuga un tono íntimo con un conflicto que supera el ámbito de lo meramente humano.

Tanto el texto como la puesta en escena se basan en un juego de restricciones, que se suman a las que impone el hecho de que la obra sea un monólogo: una única actriz, en un espacio mínimo, con vestuario y escenografía también reducidísimos.

La puesta en escena de Lisandro Rodríguez es, en este sentido, y en todos, óptima. A las limitaciones de la escenografía –una mesa pequeña, un banquito diminuto, una parrilla de luces, una tarima ínfima y dos o tres objetos (una crema de manos, un paquete de cigarrillos)– se suma la limitación extrema del movimiento de la actriz, que debe desplegarse en el escaso metro cuadrado de la tarima. Asimismo, el inefable vestuario –realizado por José Escobar y Lisandro Rodríguez– contribuye al carácter modestísimo del mundo material de la representación.

Loza y Rodríguez logran hacer de esas restricciones, virtudes: las limitaciones de la forma se condicen con el carácter menor de la historia que se narra y del conflicto que se pone en escena. Los conflictos sociales e interpersonales, ausentes en la puesta teatral por la carencia de otros personajes, son trasladados al monólogo y, en parte, al pasado; pero la situación dramática más intensa, el punto climático de esa existencia, se da en el presente del drama, en la acción, y no en el pasado narrado.

Paradójicamente, la limitación del mundo de la representación deviene en una maximización del conflicto representado. A falta de otro personaje –y en ausencia de una patología esquizofrénica–, el conflicto de esa mujer de fe es… con Dios, quien previsible y bíblicamente no es representado. Aunque Él sí está significado, al menos en parte, como un padre ausente, como una ausencia esencial en la configuración desamparada de ese personaje que nace huérfano: “Con mi mamá nos cruzamos en la vida como se cruzan en la calle dos personas que no se conocen, nos cruzamos sin vernos. Yo llegaba y ella se iba”.

La fórmula de esta obra repite la que ya ha logrado el éxito en otras obras de Loza: una gran actriz; una puesta en escena minimalista; un gran texto narrativo y dramático, en el que el pasado narrado tiene sobre el presente escenificado ribetes melodramáticos; el diálogo entre los conflictos íntimos y alguna forma de trascendencia –la vida después de la muerte en La enamorada del muro, la política y las cuestiones de Estado en Nada del amor me produce envidia, la religión y el vínculo con Dios en La mujer puerca–. ¿Qué más se le puede pedir a una obra? “Un milagro”, responderán los muy exigentes. También lo tiene.

La mujer puerca, de Santiago Loza, dirección de Lisandro Rodríguez, Elefante Club de Teatro, Buenos Aires. 

25 Mar, 2013
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