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“El amor es esa cosa que les pasa siempre a los otros… la palabra me parece pegajosa… como si se quedara adherida al paladar al pronunciarla… el amor…”, le cuenta la protagonista de Nada del amor me produce envidia a su único interlocutor, un maniquí sin cabeza. Ella, una cancionista frustrada devenida costurera de barrio, ha renunciado al amor (romántico), pero no a su derecho a vivir. Así, mediante palabra y canto clama por lo propio, confeccionando un melodrama zurcido a partir de moldes y patrones.
Con texto de Santiago Loza y dirección de Diego Lerman, la obra, situada en la década de 1940, cruza el contexto histórico y el cotidiano, lo público y lo privado, para ubicarnos en una situación extraordinaria. La modista que oye y calla, que ve y oculta, que atestigua y no protagoniza, ha tenido que hacer un vestido para su ídola, Libertad Lamarque, pero como si ya fuese poco, Eva Perón (enemiga de la artista) se le aparece en el taller para comprar el mismo modelo. Tener que decidir a quién le entregará la prenda es la excusa para dar rienda suelta a su voz y que la sentencia se transforme en liberación. El suceso se convierte en un acto de empoderamiento: ella, siempre dócil, siempre reservada, debe elegir, y en esta deliberación entre las rivales, se descentra y encuentra.
Con una actuación memorable de María Merlino, la costurera se va quitando los alfileres de la boca para hilvanar retazos de su biografía. A través de una habla llena de modismos y dichos populares, más los tangos cantados a capela al estilo cancionista de los treinta, el público se adentra en su mundo interior, pequeño y solitario, donde lo que abunda es el detalle (¿lo menor?). Entre esas cuatro paredes sin ventanas, sin embargo, lo modesto cobra su espesor y la minucia, su grandilocuencia. Al espacio escénico reducido y la soledad del personaje se contrapone la multiplicidad de sentidos de un texto sutil y sensible.
Las distinciones entre el afuera y el adentro, lo esencial y el pormenor, muestran sus costuras y se confunden. El encierro no es aislamiento, y en el discurrir de sus pareceres e imposturas se cuelan los roles femeninos de la época, la sentimentalidad y los discursos sociales sobre la costurerita. Ella, que los conoce de cabo a rabo, los encarna y descarna. Como descentrada que es, no se rebela contra ellos, pero no puede evitar correrse. No sólo porque es una mujer trabajadora, sino porque, además, no responde al estereotipo de su oficio, fomentado por el tango y la literatura. A diferencia de este, su horizonte de felicidad no aparece signado por la familia, el matrimonio y, mucho menos, por la estabilidad. Si esta costurerita da un mal paso, no es por un hombre, sino por el amor propio, incluso cuando su libertad, el poder, se muestre en su dimensión trágica.
Nada del amor me produce envidia, de Santiago Loza, dirección de Diego Lerman, Timbre 4, Buenos Aires.
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