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Basada en la novela homónima de Osvaldo Lamborghini, Tadeys es una invocación. Y como saben quienes se dedican al ocultismo, o al teatro, la suerte de una invocación está más atada a la astucia de las fuerzas convocantes que a la magia del original. Para tranquilidad del muerto, y para alegría de les espectadores, si hay algo que le sobra a la adaptación capitaneada por Albertina Carri y Analía Couceyro es astucia. E ingenio. Y audacia. Y un condimento que acaso sea el decisivo: sentido de la oportunidad. Porque esta puesta de Tadeys cobra vida en el paisaje digno de El Bosco que dibujan los feminismos del presente. Puede decirse más: es una intervención filosa y certera, un flechazo, en ese campo ardiente definido por el movimiento de mujeres, las protestas de las disidencias sexuales y las derivas políticas y académicas de la categoría de género.
Que quede claro. Tadeys no se suma al coro de denuncias contra la violencia de género; escoge escenificar el género como violencia. Tadeys no se preocupa por alcanzar un nuevo umbral de corrección en lo que al género respecta; se ocupa de dramatizar el género como mecanismo de corrección. Todo esto desde la posición excéntrica que le asegura su origen en un texto literario no cerrado, parte de una herencia maravillosa y maldita, que mejor se inscribe en el linaje aberrante de la lengua de las locas que en el vocabulario contenido de los activismos del presente. Lengua que ha soltado sus últimas anclas, para que parta de ella un barco llevándosela, en la secuencia de la novela que Couceyro y Carri eligen interpretar: la historia de Seer Tijúan y el “barco de amujerar”.
Es inevitable no pensar este recorte en línea con el acontecimiento teatral de 2018: Petróleo, de Piel de Lava, obra que vino a recordarnos que la masculinidad, al menos en la Argentina, es una construcción esforzada y vigilada que se yergue frágil al borde del abismo de lo femenino. Pero si en esa obra lo femenino aparecía como fantasma y como capa geológica primaria, en Tadeys se presenta como efecto de una construcción minuciosa y brutal. En efecto, lo femenino no es en Tadeys un pozo en el que se puede caer si una se descuida; es un régimen que se construye a fuerza de operaciones, castigos, entrenamiento y amenazas; es decir, por la intervención aciaga de la serie de tecnologías de género cuyo despliegue constituye la nuez de esta puesta: violaciones, sillas ortopédicas, corsets, consumo obligado de escenas de la telenovelística latinoamericana y coreografías con guiños al voguing. Sí. Tadeys nos recuerda que el amujeramiento de toda una generación se produjo en el punto exacto en el que se cruzan Luisa Kuliok y Madonna. Como diría Adorno: ese cruce está embrujado.
Acaso por eso el tono de la puesta oscile entre el grotesco de los ídolos televisivos de antaño (todos monstruos) y el camp de Hollywood que nos llegaba en videocasette. Si el vestuario es una celebración del triunfo del artificio, y las pelucas à la Marie Antoinette nos recuerdan a Gary Oldman haciendo de Drácula en la versión de Coppola, la interpretación de Diego Capusotto (Ky) es un compendio de los gestos de los personajes que la literatura y la industria cultural han transformado en emblemas del Estado. Por su rostro desfilan los guardianes que conocimos en las parábolas de Kafka (los guiños a “En la colonia penitenciaria” y “Ante la ley” son recurrentes), los doctores del gótico y la ciencia ficción, pero también la maestra y la empleada pública que Antonio Gasalla imprimió en el fresco de la cultura popular.
Entre el cuento de hadas (de terror) y la parábola cómica, Tadeys se cierra con un imperativo: “¡A reír, contemporáneos!”. La invitación no era necesaria: el público se ríe durante toda la pieza. Acaso su función sea recordarle perversamente al espectador que frente al sadismo de las instituciones no hay mejor respuesta que activar los reflejos del goce.
Tadeys, de Osvaldo Lamborghini, versión y dirección de Albertina Carri y Analía Couceyro, Teatro Nacional Argentino – Teatro Cervantes, Buenos Aires.
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