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A los cincuenta y tres años, Cristian Alarcón ha puesto en escena una retrospectiva de su trayectoria profesional, artística, vital, que lo acaba de consagrar como una de las figuras centrales de la no ficción latinoamericana del siglo XXI. Después de haber publicado crónicas tan arriesgadas como Cuando me muera quiero que me toquen cumbia (2003), de liderar ese proyecto de periodismo transmedia en diálogo con la academia que es Anfibia y de ganar el Premio Alfaguara de novela con El tercer paraíso (2022), ha decidido subir a un escenario para demostrar que el biodrama puede ser autodrama, sin que ello signifique que el “yo” no sea siempre un “nosotros”.
El disparador de esta obra de teatro documental, Testosterona, es la recuperación de un recuerdo: de los seis a los ocho años, Alarcón recibió ocho inyecciones de testosterona, en las que sus padres y sus médicos creyeron para neutralizar la homosexualidad del pequeño. A partir de ese dato traumático, se despliega una investigación que, a través del médico danés Carl Vaernet, que experimentó sus tratamientos en los campos de exterminio nazi y tras la Segunda Guerra Mundial trabajó en el Ministerio de la Salud de Argentina (como han contado Ignacio Steinberg y Esteban Jasper en el documental El triángulo rosa y la cura nazi para la homosexualidad), y de las infamias locales (los pediatras del sur del país) y globales (las disposiciones de la Organización Mundial de la Salud), llega hasta la resemantización de la testosterona en nuestros días (mujeres que buscan recuperar el deseo durante la menopausia, personas en transición —como ha narrado Paul B. Preciado en Testo yonqui—). En la parte final de la función se incorporan testimonios, datos, historias de espectadores que gracias a la propia obra se han decidido a hablar sobre esa oscura dimensión de la historia clínica y cultural de este cambio de siglo, dándole nuevos y políticos sentidos.
Pero esa investigación central no ocupa la mayoría de los cerca de setenta minutos que dura el espectáculo. En un notable ejercicio de artesanía, en el guion del protagonista y la dramaturgia de Lorena Vega, que recurren a la figura auxiliar de Tomás de Jesús y dialogan con un sofisticado despliegue de videocreaciones y músicas originales, se van sucediendo escenas autobiográficas, confesionales, narrativas, teóricas (sobre Alexander von Humboldt, Rodolfo Walsh o Jean Genet), que al mismo tiempo que dibujan un autorretrato complejo, reflejan las dudas y los miedos de muchos otros sujetos confundidos por los roles del género masculino hasta que encuentran el propio. La performance dramática y pública, a través del cuerpo de Alarcón, se abre hacia la performance improvisada y privada. Actúa como un taladro en nuestras conciencias, invitadas, si no obligadas, a revisar cómo han entendido desde siempre qué significa o no ser varón. Así, el Laboratorio de Periodismo Performático de Anfibia, que desde 2018 reivindica la no ficción en carne y hueso en nuestros entornos cada vez más digitales, se convierte en un laboratorio íntimo, en un espacio en el que cada espectador está convocado a ensayar, errar, quizá encontrar algo, sobre sí mismo, sus máscaras, el mundo.
Yo he visto Testosterona en vídeo, desde Barcelona. Pero incluso así he sentido la emoción y la admiración que se respiraba en el teatro. Por la intensidad, por la inteligencia, por el riesgo.
Testosterona, dramaturgia de Cristian Alarcón y Lorena Vega, dirección de Lorena Vega, Teatro Astros, Buenos Aires.
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