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La novela del brasileño Graciliano Ramos podría llevar en la tapa una imagen de Retirantes, del pintor brasileño Candido Portinari. La familia de Vidas secas, aunque se limite a cinco miembros —Fabiano, Vitória, sus dos hijos y la perra Baleia—, es semejante al grupo que ocupa el centro del cuadro: un hombre y una mujer jóvenes, un hombre mayor que usa un palo como bastón, tres niños arracimados en torno del hombre adulto —uno con el vientre hinchado—, otra mujer más joven, quizás adolescente; en sus brazos, un bebé al que se le dibujan las costillas, como si le viéramos el esqueleto; otro niño a upa de la mujer más grande, que carga además un atado en la cabeza. En el suelo hay piedras y algunos huesos dispersos. En el cielo, pájaros negros. Los adultos y dos de los niños miran hacia adelante, pero sus ojos son círculos negros, no sabemos si miran algo, si ven. Están y nada más.
El cuadro es de 1944. Vidas secas se publicó por primera vez en 1938, después de una estancia del escritor en la cárcel del recién inaugurado Estado Novo. Ramos la reescribió y volvió a publicar en 1947 y 1952. Este episodio de la vida del escritor se puede leer en la novela En libertad, de Silviano Santiago; la historia de las publicaciones, en el epílogo de Antonio Jiménez Morato de esta edición de Las Afueras.
La novela empieza con la retirada de la familia frente a la sequía que se extiende por el nordeste brasileño. Un niño va en brazos de la madre, que lleva un baúl en la cabeza, otro atrás del padre, que carga su bulto al hombro; atrás, la perra; en el suelo, “manchas blancas que son huesos”; en el aire, “el vuelo negro de los buitres”.
La proximidad entre la novela y el cuadro se podría explicar por la época y por la afinidad política y personal entre Ramos y Portinari. Sobre todo, por el territorio y la posición estética que comparten, despegada del regionalismo y del realismo. El espacio y el modo narrativo hacen que la historia de una familia que camina con el único objetivo de conseguir agua y comida para sobrevivir no sea La carretera, de Cormac McCarthy. La clave es otra, pero además en Vidas secas se habla poco. No hay diálogos, que son lo que sostiene la trama y el vínculo en la novela de McCarthy.
En cambio, todos, incluso Baleia, piensan en indirecto libre, como en el modernismo europeo. A veces hasta lo hacen en futuro. Una técnica literaria y un tiempo que no les corresponden a los que no tienen nada. Todo está mal, pero puede dejar de estarlo. En algún momento, la sequía cede, la familia se asienta. En Navidad, van a misa en el pueblo. Los niños llevan camisa y Vitória, tacos altos. Tampoco les corresponden, pero los usan.
La novela les permite ver destellos de belleza, como la película de Jonas Mekas, As I Was Moving Ahead Occasionally I Saw Brief Glimpses of Beauty: el impulso de ponerse a cantar, mirar las estrellas, recordar los loros en el valle, pensar en el olor de un hueso en una olla.
Podríamos preguntarnos para qué una nueva edición de Vidas secas si ya hay otras en circulación. Lo nuevo es la traducción de Antonio Jiménez Morato, pensada para lectores españoles a los que se dirigen las notas explicativas —quizás excesivas en las primeras páginas—, su epílogo y el prólogo de Mariana Travacio. Más que por lo que agrega, una nueva edición de Vidas secas sirve para recordarnos que Vidas secas existe.
Graciliano Ramos, Vidas secas, Las Afueras, 2024, 168 págs.
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