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El director italiano Paolo Sorrentino pasó diez días en San Martín de los Andes compartiendo un encuentro con cincuenta jóvenes también directores de cine de todo el mundo. Apenas llegar a Ezeiza declaró: “Me siento en Buenos Aires mucho más cerca de Nápoles de lo que cualquiera pueda imaginar. Y por supuesto, comparto con los habitantes de esta ciudad la pasión que todos saben que tengo por Diego Maradona”. En 2021 Sorrentino había dirigido la película Fue la mano de Dios, un auténtico himno al enlace apasionado entre Diego y la ciudad natal de Paolo. De 2024 es Parthenope, film que muchos han visto desde entonces y la revista Artforum eligió como una de las películas del año.
Dicen que la grandeza del hombre se mide por los sueños que acaricia y no alcanza. Agregan que la grandeza del arte está en alcanzar, sí, algunos sueños, pero olvidando cuáles eran y por qué se buscaban. Ambas afirmaciones encuadran este film de Sorrentino. Luego de Juventud (2015), fresco de la fugacidad de lo bello filmado en un hotel alpino de Suiza, el cineasta enfoca de nuevo su ciudad natal. Es un intento maduro, ¿definitivo?, luego de intentos previos como È stata la mano di Dio y otros. El asunto de las películas de Sorrentino no cambia: se centra en la contemplación de una belleza que se escurre como agua entre los dedos. Es la parte diurna y magistral del realizador napolitano: una cámara estática escruta el extremo dinamismo de Parthenope (actuada por una incitante Celeste Dalla Porta), a quien atraviesan seis pares de ojos masculinos. Cada uno de ellos representa una parte del atractivo mortal de la costa. En sucesivas ocasiones la sirena náufraga de Ulises se allega a los brazos de alguno: un gran empresario naviero, un tycoon que llega volando en helicóptero, el escritor John Cheever, el jefe de la Camorra, un hombre de conocimiento antropológico académico (el espléndido actor Silvio Orlando), un presbítero que quiere ser il prossimo papa.
Según la fábula griega, Parthenope es la joven que surge del mar para contrariar a Jorge Manrique: para ella el mar no es el morir sino todo lo contrario, el nacer. Un nacer sufrido, eso sí, tras ser rechazada por Ulises, un héroe cansado que prefiere volver al hogar. Dado que en modo antiguo “el mar” es “la mar”, Parthenope es la emanación que baña las orillas cuando llega y cada vez se entrega. Es lo que hace al intimar: “sin dudar ni sentir vergüenza”, según reconoce. Deja su simiente y permite que de cada sueño nazca una zona o barrio de lo que hoy llamamos Nápoles. Sin embargo, igual que el agua (sustantivo femenino), la joven se retira a su caos original sin pertenecer a ningún poder de tierra firme.
Este viene a ser el relato del sueño de la razón de Sorrentino. Su filmación marca la sucesión de escenas de su fábula, tranquila y hasta lenta por fuera, pero alocada dentro, según los interlocutores se van sucediendo. Ella acepta cada vez al hombre que la vida le pone delante. Pero elige dónde, cuándo y cuánto se deja abordar íntimamente. Lo hace sólo después de que ellos se rinden a sus encantos. Este film propone sin recato el marco exhaustivo de una alegoría. Por sus estudios clásicos, Sorrentino conoce bien qué es una alegoría. En entrevistas consultadas menciona sus preferidas: los anillos del “Infierno” de Dante, los frescos de la Capilla Sixtina. Otras son propias del bagaje de un artista que se mantiene fiel a su alma mater: las de William Faulkner o T.S. Eliot, pasando por los “Cantos pisanos” de Ezra Pound. Se advierten incluso alusiones de la protagonista o de otros personajes: en la película, Parthenope lee a John Cheever, materializado en turista beodo.
No siendo Sorrentino un poeta (como el mencionado Eliot, capaz de transfigurar el arranque alegórico de su Tierra baldía) sino l’uomo che guarda, todo ocurre con efectivas imágenes de documental con bastante de National Geographic, muy del gusto de Yves Saint-Laurent, quien, por cierto, fue sponsor decisivo del proyecto fílmico.
Parthenope es tan barroca como la mente de Sorrentino. Ella es la alegría y la tristeza del principio del mundo. Narra el continuo nacimiento de lo original sin padre ni madre, orfandad que la joven sirena calma dejándose querer por amantes que duplican o triplican su edad. Es la pureza y la mugre de las aguas del golfo lamiendo la costa y fecundando. La joven quiere quedarse y duda cómo. Le sugieren que puede tomar la forma que desee: ¿estudiante y luego profesora?, ¿fugaz actriz y modelo?, ¿esposa de hombres potentes, prepotentes?, ¿concubina de jefes de la Iglesia o la Camorra?, ¿amante de su hermano suicida y/o de su novio de adolescencia? A pesar del ardor de cada encuentro, con ninguno querrá quedarse: la última escena la muestra jubilada de professoressa. Le preguntan por qué siendo dueña de tantos nunca se quedó con alguno. Ella responde sobriamente: “Nunca me lo pidieron con el amor necesario”. La fuerza del mar siguió siendo su fuerza. Pero de la única belleza capaz de trastornar (la de la juventud, la de las imágenes del film) vivirá y morirá desconfiando.
Tal parece ser el motor racional aparente de la narración. Pero este sueño de la razón no deja de producir sus monstruos. El monstruo viene a ser aquí el film, de un tono goyesco que a nadie sorprende, dada la presencia que el reino de Aragón sigue teniendo en el reino de Nápoles.
Estando en la ciudad volví a ver esta producción de Sorrentino. Sus imágenes me siguen conmoviendo. Nada frías, muy sentidas y comprometidas, complejas e incluso rebuscadas. ¿Era ese su sueño de artista? Mientras lo pensaba, iba siguiendo los pasos de sus escenarios: el puerto pobre y canalla, los sucuchos del barrio español, la catedral a la espera de ver si esta vez se licúa la sangre de San Genaro. El film cuenta de modo erudito la historia de una ciudad que a ojos del artista se vuelve eterna. O tal vez lo consigue de tanto querer compartir la perennidad del monte Vesubio. Que en paz descanse Nápoles. Y yo de las turbulencias visuales de imágenes de las que no se olvidan.
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