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Frankenstein

Guillermo del Toro

CINE y TV

“Vi a un pálido estudiante de artes impías arrodillado junto a la cosa que había ensamblado”, narró Mary Shelley al recordar cómo surgió la imagen que luego desarrolló en su novela. Junto al estudiante vio a un hombre fantasmal con los miembros estirados en forma de cruz y vio cómo, a través del rugir de una máquina, la criatura cobraba vida. Se movía de forma inquietante, falta de vitalidad. “Debió de ser espantoso”, concluyó, “pues sumamente espantoso es el efecto de cualquier intento humano de burlarse del estupendo mecanismo del creador del mundo”. 

Esta visión tuvo lugar durante aquella mítica estadía en Villa Diodati, inmortalizada de forma caricaturesca en La novia de Frankenstein (James Whale, 1935) y delirada en Gothic (Ken Russell, 1986): un retiro signado por la inclemencia del clima que obligó a los presentes a encerrarse y encontrar cobijo en su vasta biblioteca. El grupo, tan pintoresco como variopinto, estaba conformado por el recientemente divorciado poeta Lord Byron, su médico de cabecera John William Polidori, el también poeta Percy Bysshe Shelley y su prometida que pronto llevaría el mismo apellido: Mary Godwin. Ante la lluvia que no cesaba y una humedad omnipresente, las páginas de Fantasmagoriana (1812) —una compilación francesa de cuentos de fantasmas alemanes— se transformaron en un refugio natural. 

Dicen que fue Byron el de la idea: “¿Y si cada uno de nosotros escribe su propia historia de fantasmas?”. Tras acaloradas discusiones alrededor de los límites de la muerte, la reanimación cadavérica por medios eléctricos y las posibilidades del galvanismo (entonces en auge), una noche Mary tuvo su visión onírica. Era algo mucho más siniestro que cualquier historia de fantasmas. Se trataba de atreverse a establecer las fronteras de lo humano. De cuál sería el punto de no retorno y qué circunstancias, llegado el caso, podrían transformarnos en monstruos, cuando no demonios. 

Justamente esta preocupación técnica y existencial es lo que atraviesa Frankenstein o el moderno Prometeo (1818) y es lo que ni siquiera asoma en la adaptación de Guillermo del Toro. En la novela de Shelley, el joven Victor se encuentra a merced de su megalomanía, pero también del legado cultural del siglo de las luces; es el representante corrupto de una cosmovisión que se desvive por el progreso y la modernidad, en continua negación de un pasado cercano donde el destino estaba encomendado a los dioses. Victor Frankenstein es el eslabón podrido, que a través del método científico hace parir lo imposible. 

En su libro Gótico (1995), el crítico cultural Fred Botting estableció que “las figuras del gótico ensombrecen el progreso de la modernidad con contranarrativas que ponen de manifiesto la cara oculta del racionalismo y los valores humanistas”, y aseguró que por definición este movimiento es sinónimo de transgresión y exceso, de fantasmas del pasado que vuelven para atormentar y poner en crisis la aparente racionalidad del presente. Resulta llamativo, entonces, que Frankenstein (2025) de Guillermo del Toro ensaye a sabiendas el ejercicio contrario: toma los motivos y la estructura de la novela de Shelley para quitarle el filo, limar sus asperezas, licuar sus ambigüedades y transmutarla en un dispositivo pop superficial y sobreexplicado. 

Al igual que en la novela, y que en esa adaptación que Kenneth Branagh tituló exageradamente Mary Shelley’s Frankenstein (1994), el relato comienza en el Ártico, donde una expedición al Polo Norte se encuentra inesperadamente con un Victor (Oscar Isaac) enloquecido y venido a menos, quien narra en retrospectiva los hechos que lo llevaron hasta allí: su obsesión desde la juventud con dominar la muerte, la expulsión de la escuela de cirugía por sus experimentos controversiales y la financiación de un adinerado industrial (Christoph Waltz), quien le proporciona un torreón aislado donde llevar a cabo su trabajo.  

Victor, con la ayuda de su hermano William (Felix Kammerer), cosecha cadáveres de soldados y criminales de la guerra de Crimea para ensamblar a su criatura (Jacob Elordi). Cuando finalmente tiene éxito y su creación despierta, muestra fortaleza y regeneración rápida de los tejidos, pero escasas habilidades cognitivas, y un decepcionado Victor la encadena en el torreón. Tras un incendio provocado por el creador, la criatura escapa y, como en la novela, pasamos a ver su punto de vista: una crisis de identidad continua y la búsqueda fútil por generar algún tipo de identificación o empatía con los seres humanos, que inevitablemente termina en tragedia. 

En este caso en particular, lo trágico es que Del Toro se empecina en volver a enamorarse romántica y eróticamente de un monstruo al que despoja de lo monstruoso. Como esa versión estilizada de El monstruo de la Laguna Negra (Jack Arnold, 1954) que puso como protagonista de La forma del agua (2017), la criatura es sólo una víctima inocente e incomprendida que no alberga ninguna suerte de oscuridad o perversión.  

El monstruo de Shelley, desencantado e implacable, asesina al joven William Frankenstein y, ante la renuncia de Victor a crearle una compañera a su imagen y semejanza para salvarlo de su soledad, jura venganza y regresa para ajusticiar a Elizabeth, amada de su creador, en su noche de bodas. El monstruo de Del Toro está condenado a sufrir la muerte de su objeto de deseo en sus brazos porque, como subrayan los diálogos, “Victor es el verdadero monstruo”. 

El Victor de Shelley muere paranoico e insatisfecho, vencido por las circunstancias que él mismo creó. Antes de morir, proclama un último deseo: continuar persiguiendo a la criatura, darle caza y por fin librar al mundo de su presencia maldita. Luego de balbucear estas palabras, deja de respirar. El Victor de Del Toro se disculpa con el monstruo y lo llama “hijo”, y la criatura lo perdona y lo llama “padre”; un cierre edulcorado, a medida de sus traumas filiales. 

A todo esto y por fuera de las producciones ficcionales, no es exagerado decir que habitamos un contexto cultural eminentemente gótico: uno donde los grandes millonarios del mundo se encuentran obsesionados con la idea literal de trascender lo humano, con Elon Musk apostando por lo cyborg como estadio superior de la evolución, y Sam Altman intentando digitalizar su conciencia para vivir por siempre; uno donde el virus de la conspiración antivacunas provoca rebrotes de enfermedades arcaicas gracias a lo publicado en foros online, e incluso la forma de la Tierra (y del Universo) es puesta en duda. Los fantasmas del pasado, de un mundo más antiguo y más firme, se ciernen sobre un presente que optó por abandonar la racionalidad y lo más probable es que si Victor Frankenstein existiera hoy, estaría vendiendo su start-up Immortality al mejor postor en Silicon Valley. 

Tal vez esta sea la razón por la que Frankenstein se siente como una doble traición: a la novela original de Mary Shelley, pero también a la coyuntura social y técnica en la que fue concebida. Es como si Guillermo del Toro se negara sistemáticamente a devolverle la mirada al abismo que nos observa; como si eligiera una y otra vez perderse en un capricho anacrónico antes que hurgar en las contradicciones, heridas y potencias que caracterizan el confuso devenir del siglo XXI. 

Hijo bastardo del progreso tecnológico, el monstruo de Frankenstein habitará para siempre en el imaginario popular para recordarnos que la ambición desmedida puede convertirse en engendro, y que es responsabilidad humana moldear sus propias pesadillas y sufrir sus consecuencias.  

Como Ana en El espíritu de la colmena (Victor Erice, 1973), nos seguiremos preguntando si el monstruo existe y si realmente habita donde lo invocamos. Shelley lo creó para advertirnos, Del Toro lo retomó para un ejercicio autoindulgente. Con un poco de suerte, la próxima evocación a su sombra terrible será para profundizar en sus claroscuros y no para iluminarlo hasta que el brillo oculte sus rispideces.  

 

Frankenstein (Estados Unidos, 2025), guion y dirección de Guillermo del Toro, 150 minutos. 

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