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Unos tótems de piedra símil precolombinos, producidos por Nadín Ospina, encarnan personajes icónicos de dibujos animados norteamericanos como objetos de adoración; un cartel incandescente instalado por el chileno Gonzalo Díaz conforma la palabra “resistencia” a partir de la resistencia propia de un mecanismo eléctrico que materializa el significado del término; cuatro tocados eclesiásticos, hechos en vidrio soplado transparente por la mexicana Teresa Serrano, insinúan la fragilidad de la moral católica, y el planisferio de Vik Muñiz formado por desechos tecnológicos viene a reafirmar, una vez más, la homogeneización del mundo global.
El aire didáctico que se respira al recorrer parte de la Colección Daros en la Fundación Proa incita a levantar la mano y preguntarse por las formas de mirar el arte contemporáneo de América Latina. Los problemas que marcan las historias de esta región tan extensa y diversa, como la violencia, la explotación y el imperialismo, integran el temario de esta muestra, que tiene poco que ver con las exhibiciones que Georges Didi-Huberman imaginaba como máquinas de guerra capaces de desviar lo establecido.
Las cuarenta y una obras de artistas ilustres nacidos de este lado del mundo —de las mil doscientas que conforman la colección alojada en Zúrich— se exhiben acompañadas por comentarios de sus autores o de algún curador. Dichas explicaciones abundan en asociaciones entre unas pocas variables materiales, formales o conceptuales. La potencia de las obras, se asume, radicaría en el señalamiento de tensiones sociales y geopolíticas.
Percibir el intento de domesticación de un arte cuya visión uniforme está agotada da motivos para preguntarse para quién sigue siendo redituable tal aplanamiento. Las demandas temáticas y estéticas que provienen de las escenas globales del arte comienzan en los programas de educación artística para desembocar en las selecciones de las bienales y confluir en los mercados. Para acceder, se le exige al arte de las regiones “periféricas” que registre opresiones locales en formatos de exportación. Así se conforman categorías digeribles y poco conflictivas que probablemente limpien algunas culpas bajo un manto de corrección. Esta perspectiva parece neutralizar el legado de aquellas acciones que en los sesenta desdibujaban los límites del arte, las que asimilaban las vanguardias políticas bajo las formas de resistencia promulgadas por Marta Traba o las tempranas reflexiones transdisciplinares de Oscar Masotta. A la distancia, se puede vislumbrar que los encuadres temáticos no garantizan la eficacia política de una obra.
Permanecer en una dimensión comunicativa y tranquilizadora acota las posibilidades de que el arte despliegue una legibilidad que poco tiene que ver con lo explicable. En la exhibición, algunas obras como las de Doris Salcedo y Javier Téllez formulan la búsqueda de verdades esquivas y logran desapegarse de las inscripciones. Si una obra tiene algo para hacer en este mundo, se volverá perceptible en alguna grieta espacio-temporal en la que pueda visibilizarse su influencia. Mientras tanto, a la curaduría le queda el compromiso crítico de proveer herramientas de apertura al pensamiento, más que argumentos que se apoderen de los significados.
Colección Daros Latinamerica, curaduría de Katrin Steffen y Rodrigo Alonso, Fundación Proa, Buenos Aires, 4 de julio – 13 de septiembre.
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