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Las frases de Perfidia están construidas como combinaciones de boxeo, ese deporte brutal que no casualmente obsesiona a James Ellroy: son rasantes e inesperadas, simples pero dañinas, y su atractivo y eficacia tienen mucho que ver con nuestra imposibilidad de verlas venir. Toda la literatura de Ellroy proviene de esas pulsaciones dolorosas del cuerpo y la mente, de los espasmos y convulsiones de vidas atacadas por las fuerzas destructoras del destino. Es uno de esos autores abocados a repetir hasta el agotamiento un método, una estrategia, sabedores de que el disfrute de lo que escriben está más vinculado a un goce animal que a cualquier sentido de refinamiento estético. En su reseña para The New York Times, Dennis Lehane (practicante del género, autor de algunos neo-noirs que, hay que decirlo, mejoraron mucho en su paso del papel a la pantalla) compara el fetichismo histórico de Ellroy con una suerte de fervor religioso, emparenta su ominosidad con la de Joseph Conrad —recordando, de paso, que al propio Ellroy le gusta más compararse con Tolstoi que con Chandler— y advierte, en una frase no pensada necesariamente como elogio pero que funciona magistralmente como tal, que ese estilo rotoso, grave e intimidatorio funciona a la perfección como espejo del mundo al que entramos apenas iniciada la lectura. Agreguemos a eso lo siguiente: Ellroy podría escribir novelas pornográficas (aunque no eróticas) así como escribe novela negra, esto es, yendo al grano, escondiendo palabras detrás de imágenes, prolongando dolores y malestares como un torturador paciente. Las ocho novelas que componen el Cuarteto de Los Ángeles y la Saga de los bajos fondos de Estados Unidos todavía no han podido moderar, ablandar un ápice su naturaleza turbia de sobreviviente, de lunático sufriente proyectado contra el horizonte histórico de su país. La violencia que impregna todos sus libros es la de un moralista —la de un reaccionario, incluso—, pero nunca podría ser tildada de gratuita o de simplemente provocadora. Su crueldad opera como una meteorología: señala el pasado, pero apunta al futuro de un mundo cada vez más dominado por la decepción, la mentira, la angustia.
Con Perfidia, Ellroy se sitúa, cronológicamente, antes de La Dalia Negra (1987), esa ópera de pulp fiction pintada con toda la oscuridad de su alma y que dio inicio a una de las sagas más formidables de la literatura norteamericana contemporánea. Vuelve al diciembre de 1941, el del ataque japonés a Pearl Harbour, y a sus tramas habituales donde se mezclan el odio racial con los negocios turbios de la política, el glamour de Hollywood con la sordidez del bajo fondo, el conflicto doméstico con el derrumbe colectivo. Eterno retorno, igual pero distinto, similar pero nuevo. Ellroy sigue interfiriendo la naturaleza podrida del sueño (norte)americano, y su proyecto narrativo ya comienza a parecerse a una tarea de demolición. Por llegar a la última página de Perfidia (lo mejor que su autor ha escrito desde Jazz blanco, de 1992), el premio es un golpe de tristeza, un nudo en el estómago, el ánimo por el piso. Como si escribiera con las muñecas rotas —su prosa es tan lacónica que parece que algo le doliera al pulsar las teclas, forzándolo a economizar ese esfuerzo al máximo—, Ellroy ha vuelto otra vez desde ese abismo que visita y revisita desde hace ya tantos años, empeñado en no dejarse tragar por él y trayéndonos, de paso, muestras, pedazos rotos de lo que fuimos y estamos condenados a ser.
James Ellroy, Perfidia, traducción de Carlos Milla Soler, Literatura Random House, 2015, 784 págs.
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