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El nombre de un país

Mariana Tellería

ARTE

Dos toneladas de chapas, telas, maderas y materiales accesorios fueron recientemente transportadas de Rosario a Venecia. Son ahora siete enormes esculturas que ocupan el eje central de una hermética instalación, compuesta por los quinientos metros cuadrados, el silencio de un salón poco visitado y espejos con los que la artista cubrió las columnas. Estamos en el Pabellón Argentino, pero “El nombre de un país”, el mañoso título que Mariana Tellería eligió para la obra (el mismo que usó diez años atrás para su primera muestra en Buenos Aires), alude más bien a lo que no se puede nombrar.

A unos cien metros se exhibe un barco rescatado del fondo del Mediterráneo en el que hace apenas cuatro años murieron más de ochocientos migrantes que trataban de llegar a Europa. No muy lejos, Hito Steyerl se pregunta si la inteligencia artificial puede predecir el futuro y Kahlil Joseph inventa una CNN intelectual, sensible y afro. Frente a tales puñetazos de sentido, la obra de Tellería, que representa a la Argentina en esta 58ª Bienal de Arte, se destaca por su mutismo.

Alineadas a intervalos regulares y hechas en gran medida de telas sintéticas, autopartes y maderas trabajadas, las esculturas se elevan más de cinco metros hasta casi incrustarse en el techo. Están ensambladas en torno a grandes troncos de árbol que apenas se dejan ver. También cuesta ver todo lo demás, porque la iluminación son los faros de auto que forman parte de algunas de ellas y el resplandor que llega desde la puerta. Al llamarlas “monstruos”, la artista se afilia con Berni. Y las diferencias, sin embargo, saltan a la vista. Los de él son basurescos, zoomórficos, figurativos. Los de ella, límpidos, acéfalos, indeterminados.

Desconciertan y se resisten a todo nombre. ¿Transformers en drag? ¿Un bosque parasitado por la industria, la religión y la moda? ¿Yarn bombing sintéticos con accesorios de carpintería y metal? ¿Vestidos sobre los que se engarzaron restos de experiencias (tardes en el autódromo, sacudones en la cama, visitas a la iglesia, el lanzamiento de la marca MT…)? ¿Tótems esquizofrénicos de una cultura en la que la velocidad y el consumo no llegan a destruir del todo la fe? ¿Títeres sin cabeza? ¿Menhires maquínicos que les recuerdan a futuros testigos nuestra devoción por el artificio?

Si algo define a la obra son los acoplamientos inesperados y el abandono de toda promesa de revelación, una promesa todavía presente, en cambio, en la mesa de disección surrealista. Los materiales, como un hilo de Ariadna, son lo único que nos guía. Las telas, todas sintéticas, remiten a un cuerpo ausente: tafeta, paper touch, villoné, gobelino, cuerinas, tul y látex, cada una trabajada por las manos expertas e invisibles de Ignacio D’Amore y Manuel Brandazza con los más diversos procesos de sublimación, serigrafiado, estampado… Son los pliegues meticulosos de un ensamblaje laberíntico, estilizado y abstracto (si se quiere, puramente sensorial) que retacea sentido para envolvernos con formas.

 

Mariana Tellería, El nombre de un país, Pabellón Argentino, 58ª Bienal de Arte de Venecia, 11 de mayo – 24 de noviembre de 2019.

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