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Toda referencia que indica que esto es un simulacro arruina la experiencia: la luz de la cocina de la galería, la escasa luz de los artefactos de escritorio personal de los trabajadores de esta pequeña empresa, el ruido de los camiones que trasladan cargas por Villa Crespo, el haz de luz de día que entra por la rendija de la puerta principal.
Quiero estar sola y encerrada en esta escultura colectiva de luces neuróticas de policía que custodia cada uno de los monumentos hieráticos de troncos y ramas que habitan el espacio. Estos, a su vez, custodian una simbología de amuletos descarnados sin piel ni cuerpo. Son los semblantes de un ser católico apostólico romano que se porta mal con una precisión obsesiva. Su rebelión es vaciar de contenido trascendente los códigos de la Sacroinstitución, pero su metodología está cargada de una súper exigencia y ambición monumentales que remiten al impacto y el peso de su poder. Estas claves conceptuales en tensión rigen toda la obra de Mariana Telleria. El tono frío y silencioso de la ficción primitiva presente se parece al latente escozor de la penitencia alzada en rezos al padre nuestro “que estás en los cielos”, imponiendo orden sobre sus pecadores.
No hay respuesta ni perdón, así habita el silencio. Un silencio vacío como el halo de hielo de esa gota de sudor que corre cuando nos encontramos con la peor angustia humana, la de nuestro propio vacío. Aquel que sólo se encuentra en un estado de ficción solitaria.
No tiene sentido llenar de palabras la obra y por eso la artista decide que no haya texto de sala; nada que ayude a definir ni hacer decir. A pesar de este forzamiento a sentir, las posibilidades de conectar en verdad con la obra son exiguas si no es en un estado de sepulcro silencio. Sin embargo, esta necesidad se revela imposible en tanto la galería es un espacio de trabajo y habitación permanente en momentos de circulación por la exhibición.
Es obligatorio sentarse y observar este bosque organizado de forma jerárquica a partir de la figura de un tronco de árbol de tres metros y medio de alto. Ese árbol enjoyado con luces de automóviles es el vector militar de un ejército simétrico de cuatro hileras de esculturas de troncos a escala y altura humanas. La cabeza y el techo de cada una se ve limitado por una luz policial azul en movimiento. Son mementos o memoriales de tumbas individuales.
Los observo como si pudiera sentir los fantasmas de una novia, una puta, un pobre marginal; ese lector miserable, un pescador moribundo o un buscador de objetos podridos. Sus muertes fueron trágicas y sus almas no contraen paz. Piden perdón frente al dolor como el Cristo sufriente en la cruz.
La espada de Cristo está ubicada de frente mirando al árbol de la muerte. Los mementos de troncos reciben su estructura de unas prótesis metálicas que les dan sostén. A su vez, sobre ellos se cuelgan o apoyan los objetos de pertenencia de una curia blasfema. Blasfemos sus seres, sus almas muertas en choques de auto o inundaciones.
Intuyo sus cuerpos exhumados y cargados de dolor como si pudiera sentir físicamente el cuero de una piel humana rayada y ajada por aspas y espinas de corteza.
No son cuerpos suicidas. El fin de sus vidas los encontró merodeando sin saber que ese día se iba a terminar.
En el fondo, un espejo multiplica sus almas hacia un cosmos remanente.
Probablemente esta sea una versión más de esa ficción primitiva. Una ficción formada por la solitaria unión de múltiples vacíos y existencias; vacíos marginales de historias no valoradas; vidas vividas sin conciencia, que en su caminar vagabundo encontraron la muerte sin buscarla.
Sentada sola contra el vidrio escucho los gritos agudos de sus rostros en frustración, replicados a la eternidad.
Mariana Telleria, Ficción primitiva, Galería Ruth Benzacar, Buenos Aires, 2 de mayo – 23 de junio de 2018.
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