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Probablemente Mauricio Macri sea recordado como el intendente que impulsó vigorosamente el uso de la bicicleta en el dramático cauce del tránsito porteño. Cualquiera que hoy se arroje en un rodado por la calle Gorriti después de las tres de la tarde notará lo recurrente que se ha vuelto la bicicleta como manera de unir con estilo y aventura dos puntos equis del mapa de la ciudad.
Y la pretensión es mucha. Pesa sobre Buenos Aires tanto la ligereza para atravesar ambientes como la moderna e idílica sensación de que se ha logrado un estilo propio. Como un combustible metafísico que se carga con cautela en mesas organizadas como renglones en un salón. Largas pasarelas, superficies lisas en las que practicar lo que un teórico podría caracterizar como laberintos de conceptualización o si no, ya bajo una mirada más gestalt, como ritos mentales que una visitante sorprendida, dejando su cartera a un lado, lograría desentramar sin perder tiempo. Eso no minimiza los riesgos de un asunto rasposo, oxidado y con hambre de lastimadura.
Seamos más precisos. Dos órdenes precarios en una sala de tamaño mediano. Iluminación acorde a la instancia de concentración que se ofrece y una sucesión de objetos de tamaño minúsculo. Una manija de abrir y cerrar el gas, un juego de llaves (una de ellas combada hacia dentro), un resorte, un instrumento de comunicación de juguete, una figura inca –posiblemente un dije o un colgante–, un tubo de lidocaína doblado como por quien sabe que queda poquitísima pasta, un ñoqui de madera, de pronto, ¡una vértebra!, y el juego se asoma como un acertijo en el que permanecer quietos, expectantes, a la espera de más señales.
¿Son todos desechos? Un artista obsesivo y coleccionista. Podría ser. Asoma un relato: como los enormes zapatos magnéticos que calza el belga Francis Alÿs en su deriva por La Habana, esta pieza de Andrés Aizicovich –que literalmente ocupa todo el espacio– funciona como un gran imán atrayendo la magnitud de los detalles, ofreciéndolos separados, equidistantes y dignos de confort, circunstancia excéntrica al ánimo flâneur por definición, levantar basura de la vereda… Una lagartija Lacoste aislada resuena al affaire Wachiturros, un hilo de cobre enrollado rima a cinco pesos en la intuición cartonera, el instinto primitivo de todo lo que puede volver de la muerte, de todo lo que puede volver a ser utilizado, hilvanando con paciencia una partitura novedosa.
Y el artista continúa así el juego de roles: recolector, escenógrafo, narrador de un cuento, pero sobre todo, lector. De una tribu aún sin acentos ciertos, de la que lo único que podríamos arriesgarnos a aseverar es que sabía encontrar valor en lo extremadamente poco.
Andrés Aizicovich, La guía de los perplejos, Galería Inmigrante, Buenos Aires, abril–mayo de 2013.
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