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Los dibujos

Franz Kafka

ARTE

Un torso y dos brazos delgados, negros. Tres palos que se doblan, se retuercen y contorsionan con gracia geométrica. Un equilibrista, un penitente, un artista. Un cuerpo, una letra. Una K. La K de Kafka, que se despereza y camina y renace sobre la hoja en el instante en que es trazada. Kafka es esa K, una consonante en la que firma, autor y símbolo se clavan como estacas de una singularidad a la que ninguna foto o retrato pueden hacerle justicia. Por eso es tan significativo que Kafka se haya dedicado también al dibujo, un obrar que emplea las armas caligráficas de la escritura para expresarse en otro idioma, tal vez más físico o más secreto. Esa segunda naturaleza de Kafka fue siempre relegada, considerada una afición suplente o una curiosidad ambidiestra, un exabrupto instigado por el divagar de lapicera. Max Brod, candoroso albacea y eminente primer dibujador de su amigo Franz, se abocó a divulgar los garabatos póstumos del checo con un manejo lento del asombro: como un jugador que hace desear la faz de sus naipes o un representante que esconde al artista en un cuarto inaccesible hasta que aclare el panorama, Brod fue sacando de la galera esbozos de un Kafka doblemente raro, uno cuya K debía leerse en clave de dibujo y no de letra.

Los grafismos que trascendieron durante décadas por sobre una miscelánea de obras dispersas y que ilustraron portadas de libros del propio Kafka fueron justamente esos hombrecitos que semejan letras en poses seriadas, llamados (por Brod) “Marionetas negras de hilos invisibles”. Entes blanquinegros que parecen salidos del teatro yiddish o del espejo de habitación de Kafka se apoyan en un bastón, se apesadumbran sobre una mesa, se reclinan cabizbajos, meditan o se abalanzan hacia el frente en un golpe de esgrima. Nunca la transubstanciación entre escritura e imagen había sido tan perfecta, sencilla y categórica; esos personajes no ilustran los relatos de Kafka, sino que los duplican, sus siluetas entintadas acogen la tensión, la tortura y el desamparo en hermandad pictórica. Son los abstractos K. de El proceso y El castillo, en permanente equilibrio inestable y a punto de caerse de la página al igual que todos esos seres frágilmente flotantes que Kafka redactó de puño y letra como un religioso cachetazo a la mímesis.

Esos íconos circularon sin contexto ni fecha cierta hasta hoy, en que han sido republicados junto al fascinante cuaderno liso original de cincuenta y dos páginas del que provienen en la edición definitiva de Los dibujos de Kafka, libro prolijamente escoltado por ensayos de Judith Butler y Andreas Kilcher —supervisor de la edición—, que vino a reemplazar al parcial publicado por Brod en 1949 del que circularon volátiles versiones en castellano. La antología de alrededor de ciento cincuenta obras rescatadas del archivo que Brod le había encomendado a su secretaria Ilse Ester Hoffe (que murió a los ciento un años, cifra sospechosamente kafkiana) es en buena parte inédita y exhibe a un artista magistral. Uno podría decir en potencia, pero ¿no es también la literatura de Kafka, labrada a espaldas del mundo y rescatada por milagro, una obra en potencia que Brod cristalizó en la imprenta? ¿No puede ser llamado Kafka un artista, incluso uno conceptual, alguien que se saltaba las murallas de jurados, castillos y burocracias disciplinares hamacándose en el vértigo entre imagen y palabra? Lejos de un virtuosismo inarticulado, Kafka tantea la caricatura y el rayón, el paisajismo y el retrato, la línea recta y la voluta, el realismo y la abstracción con certeza del desvío e intuyendo la trampa fúnebre de la obra acabada; sus devaneos sobre el papel delatan a un visionario sistemático, a un idealista nervioso, a un adorador objetivo del mundo y de sus formas que al mismo tiempo no piensa en el rol convencional de artista. Kafka dibuja para sí mismo y de esa convicción fortuita hablan los soportes en los que apoya el lápiz o el pincel: hojas sueltas, márgenes de revistas, postales, blocs de notas, cartas, páginas rayadas y cuadriculadas.

Las incursiones visuales de Kafka se sucedieron solapadamente hasta su muerte por tuberculosis a los cuarenta y un años. En el acervo mixto de esa estela caben todas las posibilidades que puede asumir el dibujo en roce con lo real, desde el retrato (hay uno de su madre, en hiperrealismo de lápiz suave) al paisaje a mano alzada (destaca la casa de Goethe, que Kafka compuso en tándem con Brod); del dibujo esquemático de un recuerdo (la mesa de casino de Lucerna) a la representación de su pluma Soennecken antes que Magritte patentara sus tautologías; del croquis de pensiones y sanatorios donde vivía de a períodos al esbozo impresionista de bailarinas, acróbatas y trapecistas que atestiguaba en espectáculos praguenses; del dibujo de otro dibujo (la cabeza de una mujer de Leonardo Da Vinci) a dibujos que contorneaban sus relatos (una máquina de tortura en una carta a Milena Jesenská). La mayoría de estos esbozos conviven con la escritura y emanan de cartas, diarios y narraciones. El último dibujo, esbozado a comienzos de 1924 en una página vertical del manuscrito de “La cantante Josefina”, es la cara frontal y de ojos fijos de una mujer (se cree que Dora Diamant, la pareja que lo acompañó en su agonía): un vacío desorbitante la rodea, reduciéndola a un detalle superior de la página. En sus días postreros Kafka no era capaz ya de hablar ni de comer; se fue acercando de a poco a esa K que había forjado entre alfabetos disímiles, un cuerpo delgado al que atraviesan todas las disyuntivas, todos los espejismos. Una K finalmente escrita, liberada de la mano que la dibujó.

 

Franz Kafka, Los dibujos, traducción de Amelia Pérez de Villar Herranz y Carlos Fortea Gil, 2021, Galaxia Gutenberg, 368 págs.

30 Mar, 2023
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