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Una chica se muda a la capital y, buscando trabajo, encuentra un taller para niños en los bordes de la ciudad. Desde el comienzo engancha la voz narradora, que teje un cielo azul inmenso cuyo sol se encarga de secar algunas cosas porque adentro está todo un poco húmedo. La escuelita perdió el techo, ¿qué pasó? ¿Se lo llevó el viento o alguien se robó las chapas? Los chicos igual se reúnen con la profe a pintar, comer galletitas y hacer conjeturas. Ella no puede evitar borronear la línea que los separa y esa gestualidad empapa la escritura. La vuelve incierta como la niebla, de a ráfagas crece lo íntimo del vínculo docente, así como el contexto social y su crudeza.
Se reparten el protagonismo de la historia la profe y Dylan, que aparece por sorpresa sobre el techo repuesto haciendo unos sonidos misteriosos. Él será el más liguero de la clase, el más aventurado, el menos contenido por su entorno, un personaje que en el tránsito de la infancia a la adolescencia carece de un horizonte y cuyos pasos por el barrio rápidamente lo meten en problemas. En ese sentido, uno de los temas que afloran es el fin de la inocencia, y la forma en que la escritura de Gouiric lo trabaja recuerda a la Trilogía de la Frontera de Cormac McCarthy, con sus niños que deben madurar a los golpes y que no parecen exentos de la peor de las descargas. También, algo se cifra en esa cercanía de Dylan con los animales, un tipo de empatía que parece devolverle una energía primordial. A propósito del rescate de un cachorro que agoniza a la vera del río, escribe Gouiric: “Cortó el sachet de leche por la punta con los dientes, tomó un trago. Estaba fresca y espesa por la grasa. Se puso un poco en la mano que hizo de cuenco y la acercó al hocico. Nada. Entonces, tomó leche, mordió el pan que, horneado en la mañana, a esa hora ya estaba seco. Separó la miga, la mojó, la acercó a la boca de su cría y pidió: Vamos, tomá. El perro sintió pena y comenzó a chupar el pan hasta sentirse satisfecho y dormirse en el calor del cuerpo de quien buscaba darle cauce a su amor en el mundo. Y es que esa noche el animal estaba dispuesto a morirse, pero dada la fuerza del deseo que irradiaba ese niño sobre él, no le quedó otra que seguir”.
No hay nada, pero, de pronto, una luz. Deslumbra cómo está trabajada esa capacidad transitiva y contagiosa del cariño. Es vida, deseo, voluntad. Impregna el relato de una naturaleza cíclica: cómo se trasladan los cuidados, no sólo los de la profe a su séquito adorado sino también los que reverberan en ella: la palabra y el ejemplo de su padre, obsesionado por cómo se transmite un saber, por la conservación de la energía, es decir, por hacer algo y que eso no se pierda. Irradiando entusiasmo y cariño, ella a su vez hace lo propio con sus alumnitos. Algo que se desprende de la lectura es la maestría para describir el hábitat popular, su fragilidad y belleza, sin caer en frases hechas. Cuando habla del paco, usa una jerga inventada (que no revelaremos), y cuando describe el cómo y el porqué del paco en la población joven lo hace sin perder el asombro ni la fidelidad al mundo que elige retratar. Este dato puede parecer secundario, pero no lo es; en última instancia, es un gesto que le da magnitud a la imaginación de sus protagonistas. Esa capacidad será clave: no subestimar la pertenencia aun cuando estemos hablando del delicado umbral que separa la vida y la muerte. Gouiric retrata el conurbano con contundencia y, fiel a sus personajes, consigue que el libro llegue al hueso.
Marie Gouiric, Ese tiempo que tuvimos por corazón, Random House, 2023, 192 págs.
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