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Travesía

Liliana Porter

ARTE

Qué hacer con el lienzo, o frente a la hoja en blanco, son preguntas que recorren la historia del arte. Muchas veces, la tradición, en tanto formas de hacer heredadas, vino a dar respuesta a la ansiedad de los artistas. Otras veces se contestó esa pregunta como por primera vez. Recomenzar desde cero el trabajo del arte, esa fue la propuesta de las vanguardias, como ha precisado César Aira. Para mediados del siglo XX, cubrir la tela con pintura está ya lejos de ser la única opción. Dejarla sin pintar o, incluso, hacerle un tajo tampoco parecen respuestas novedosas.

En la línea del conceptualismo, pero de un conceptualismo que no borra el cuerpo —la relación entre un cuerpo y un material—, Liliana Porter opta por arrugarlo y documentar por medio de diez fotograbados esa transformación de la hoja lisa en bollo estrujado. En “Wrinkle” (Arruga), de 1968, ya se advierte que exhibir una huella, es decir, el testimonio de la relación de un cuerpo con un material o un objeto —en este caso, entre las manos y el papel— es una de las preocupaciones que recorren su obra aun en la diversidad de medios y técnicas que utiliza: grabado, pintura, dibujo, instalación, fotografía, video, teatro.

Arrugar un papel es, en efecto, algo que cualquiera puede hacer, tal como puede comprobarse en la exposición curada por Agustín Perez Rubio en la sala del tercer piso del Malba. Reeditando la instalación mural de Porter de 1969, también titulada “Wrinkle”, se invita a arrancar, arrugar y arrojar al suelo las hojas que cuelgan de una pared.

Así comienza Travesía, la más amplia retrospectiva de Liliana Porter que se ha hecho hasta el momento y en la que, dado su carácter antológico, puede advertirse que muchas de las indagaciones de sus primeras obras junto al New York Graphic Workshop continúan hasta hoy. Por ejemplo, el trabajo con series, copias y reproducciones, la opción de expandir una técnica hacia zonas no predeterminadas por su especificidad y la búsqueda de horadar los límites de la representación.

En efecto, la pregunta por qué hacer con el lienzo o frente a la página en blanco podría reformularse como qué hacer con la representación. En sus ensayos/conversaciones junto con Ana Tiscornia, Porter afirma que la representación no es más que otro nivel de la ilusión: “cuanto más realista es, más ilusa es”. En esa estela podrían verse las pinturas de “naturalezas muertas literarias” en las que Porter retoma esa forma de la tradición pictórica y la combina con otras técnicas como el collage. Sobre un libro de Borges, pintado, un trozo de papel con el mismo dibujo, ¿es, de hecho, un pedacito de la tapa original? No importa dar una respuesta, sino abrir ese espacio en el que el reparto entre original y copia, realidad y representación pierde sentido. Lo que hay es más bien un encuentro, la tela como lugar de encuentro que anuncian los dispositivos situacionales con pequeñas figuras que conforman otra importante zona de su trabajo.

Porque una posible respuesta a qué hacer con el lienzo o con la página en blanco podría ser esta: convertirla en escenario, en dispositivo situacional. Pintar, fotografiar, poner un marco, subir a una tarima, alinear en un estante, distribuir en el espacio son, en la obra de Porter, maneras de montar escenas en las que algo va a ocurrir o ya ha ocurrido (la mirada perpleja de los muñequitos lo anuncia). Toda una dramaturgia en objetos inertes. Allí, la pregunta por qué hacer se reformula desplazada ahora sobre estos objetos y personajitos.

¿Qué hacen una pingüina con pollera y un oso panda de cerámica delante de la foto de una lámpara dorada de Jesucristo? Se trata, en muchos casos, de objetos producidos en serie —copias, reproducciones— que tienen, sin embargo, un poder evocativo inmenso. Porter trabaja con ese poder y revela que las cosas no tienen un significado en sí, el único significado es nuestra relación con las cosas. Su sentido, su valor, su interés, hasta su función es la huella de nuestra relación emocional con el objeto.

¿Qué hace el rostro de Mao Tse Tung impreso en un posavasos? ¿Qué hacen una jarrita con imágenes de John y Jackie Kennedy junto a un busto de Brahms y una cajita de fósforos con el rostro de Evita? ¿Y un platito con el del Che, junto a un Mickey, un pato Donald, una bailarina y un libro? ¿Por qué algo se vuelve un adorno? ¿Qué tuvo que pasar para que un emblema revolucionario se torne un suvenir, para que una figura en un tiempo confrontativa sea en otro adoptada? Las cosas acumulan las huellas de las historias que las rodean.

Las situaciones de Porter funcionan como una fenomenología, o mejor, una arqueología al revés: no se desentierran desde estratos subterráneos a la superficie sino que, en la disposición de las miniaturas sobre un fondo blanco, fotografiadas y enmarcadas, o alineadas sobre un pequeño estante, se activan capas de sentidos, afectos y temporalidades sedimentadas en su superficie y dialogan con Warhol allí donde la hermenéutica se encuentra con el arte pop.

Hacia el final de la muestra las situaciones se vuelven inquietantes, sin abandonar, por supuesto, su ternura y mordacidad. En fotografías con pequeños estantes y estatuitas de porcelana, o en tarimas que parecen inmensas en comparación con los muñequitos diminutos que las ocupan, Porter explora maneras de trabajar con el accidente.

Las fotos muestran los pedacitos de una estatuilla de porcelana rota que a su vez vemos, intacta y sin un rasguño, en un pequeño estante. Pero ¿qué sucedió antes?, ¿qué después? Lógicamente, la estatuilla primero estuvo entera y luego se rompió. Sin embargo, en el universo de Porter ocurre un trastocamiento de esa lógica, una inversión de la cronología tal como la conocemos: de un montón de pedacitos rotos y desperdigados puede llegarse a una pieza sin una mínima rajadura. O, más bien, se trata de una anarquía de lo cronológico en la que no hay una inversión del antes por el después sino una coexistencia: lo roto y lo entero ocurren a la vez. “Contratiempos” ha llamado Graciela Speranza a estas obras de Porter en las que dos momentos sucesivos se vuelven simultáneos.

En las tarimas, una mujer de no más de cinco centímetros de altura se propone barrer metros y metros de polvo azul. Otra, de igual tamaño, se obstina en regar un ramillete de flores pintado en uno de los tantos trozos de vajilla que la rodean. Ambas se ubican después del desastre —el quiebre, la caída, el derrame…— conviviendo con sus efectos. Si la catástrofe ya sucedió, ¿qué hacer? Al contrario de lo que proponen ciertas fantasías del capitalismo tecnológico, no se trata de inventar máquinas todavía más poderosas, ni superhumanos que viajen por el espacio o se vayan a vivir a Marte. Lo que se abre, más bien, es un tiempo de cuidado, de arreglo, en fin, de intento de recomposición que se lleva a cabo por medio de tareas domésticas como barrer, pintar, acomodar, tejer, regar. Ignorando la tragedia de la casi segura imposibilidad de su tarea, se incorpora lo que las estatuillas de las fotografías enseñan. Una lógica que puede decir todo está perdido, no todo está perdido. En el universo de Porter esto es posible.

Ni inventos descomunales, ni sesudos teoremas, ni lamentos trágicos, la vía de Porter es la del humor y lo ínfimo. La risa y lo rídiculo para salir de lo grave y lo serio. Lo nimio y lo ínfimo como respuesta ante lo inconcebible.

 

Liliana Porter, Travesía, curaduría de Agustín Pérez Rubio, Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires, 12 de julio – 13 de octubre de 2025.

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