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El otro hermano

Adrián Caetano

CINE y TV

Las diferencias con la novela de Carlos Busqued en la que se basa emparentan la última película de Adrián Caetano con las dominantes principales de su cine, esas que habían quedado en desuso en sus últimas películas, la muy fallida Mala (2012) y una miniatura intimista titulada Francia (2009), a la que habrá que volver con el tiempo y que acaso esté destinada a ser la película maldita del cine argentino reciente. Las marcas de origen, entonces, están distorsionadas pero permanecen: fascinación por un tipo de actor social que se mueve entre la caída de clase y la más pura marginalidad, clasicismo narrativo y una economía de forma y contenido de transparencia casi musical. Pensada hacia el interior de la obra de Caetano, la novedad es que El otro hermano trae consigo un nihilismo ácido, diferente al fatalismo de Un oso rojo (2002) o a la sombría potencia dramática de Crónica de una fuga (2005), que lo separa todavía más de algunos que amagaron con ser sus contemporáneos pero perdieron el rumbo hace rato en un costumbrismo for export (Pablo Trapero), y le abre la puerta de ese santuario privado donde ya estaban los dos “John” (Ford y Carpenter) a Sam Peckinpah (y muy especialmente al Peckinpah de Tráiganme la cabeza de Alfredo García). Porque Caetano ha vuelto más oscuro, desesperanzado, y ese estado de ánimo tiñe por completo su última película, agobiante y extenuante por la tensión que genera —desde los propios títulos iniciales— en términos de pura narratividad cinematográfica, un apartado fundamental cuya dinámica y secretos ignora el noventa por ciento de los directores de cine en la Argentina y en el que Caetano ya no tiene que probar nada. El otro hermano se desarrolla, sí, “bajo un sol tremendo”, pero su tema no es la ruina del ánimo que pintaba (muy bien) Busqued, sino la absoluta perdición moral que la media hora final del film construye, implacable, como índice de una sociedad podrida, agonizante en su pareja degradación personal y colectiva, de la que nadie se salva. Y si el buen actor que es Daniel Hendler se limita a repetir, apenas oscurecidos, los gestos e inflexiones de voz de un personaje/gemelo/álter ego que lo acompaña desde siempre (y del que alguien tendría que liberarlo rápido, antes de que sea demasiado tarde), es Leonardo Sbaraglia el que transforma el hedor colectivo de ese infierno grande encapsulado en un pueblo chico en una especie de vibración plástica brillante y grasosa que serpentea entre sótanos, morgues y habitaciones colmadas de desechos y chatarra. El Duarte de Sbaraglia es un monstruo inolvidable: sucio pero modesto, berreta y cansino, tan mediocre que la violencia y la crueldad que ejerce sobre todos los que lo rodean consisten, precisamente, en un intento pírrico de amortiguarles su condición de víctimas justo antes de rematarlas como tales. Lo más duro de El otro hermano está precisamente ahí, en el complejo juego de recolección de gestos y palabras —especie de variación noir del síndrome de Diógenes— que actor y director construyen a la perfección en escenas que, arriesgamos, cualquier otro director local no hubiera sabido (o podido) filmar, y en las que los detalles de autor —tal como debe ser— recuerdan siempre, en cada plano, que hay “algo más” flotando en ese aire denso y amarillento. Algo que está ahí pero que casi siempre, y por suerte, Israel Adrián Caetano, único autor absoluto (junto con Lucrecia Martel) del cine argentino, sugiere pero no nos deja ver.

 

El otro hermano (Argentina/Uruguay/España/Francia, 2017), guión de Israel Adrián Caetano y Nora Mazzitelli basado en la novela Bajo este sol tremendo de Carlos Busqued, dirección de Israel Adrián Caetano, 112 minutos.

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