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Una de las ideas más interesantes que maneja En el corazón del mar es que su desaforada fantasía de supervivencia está siempre contada desde una memoria nublada aunque posible, y eso la vuelve una celebración del arte del relato. Un hombre habla, cuenta a otro que escucha y escribe, pero lejos de la reverencia al mito fundacional literario que lleva al monstruo blanco del mar como estandarte, lo que hay aquí es un maravilloso ejercicio cinematográfico de fidelidad a una única ley, esa que indica que allí donde la Historia ha encontrado una forma de darse a leer, el artista no sólo puede —sino que debe— permitirse la libertad más absoluta y hacerse cargo de la tarea fatal que implica tratar de comprender aquello que se persigue. La lección viene de muy atrás en el tiempo, y uno de los últimos en recordarla y hacerla propia fue Clint Eastwood en Los imperdonables (1992), película con la que En el corazón del mar tiene más de un sorprendente parentesco. Las dos tienen una deuda de origen con los cuentos del progreso en los que se dibujó el nacimiento de una nación, pero esta no es una nueva versión de Moby Dick aunque esté basada en la reconstrucción del hecho real que inspiró a Melville. Hay, sí, un grupo de hombres lanzados al mar que cruzan sus destinos con una de las criaturas más fascinantes que ha producido la imaginación humana, y a la que Ron Howard hace justicia por primera vez en la historia del cine para colocarla —junto con cualquiera de los King Kong y el Tiburón de Spielberg— en el podio de los monstruos inolvidables. La condición cósmica de este cruce entre seres vivos (visible, sobre todo, en los vaivenes y crisis del ánimo que se producen a bordo de la embarcación) está sabiamente calibrada en un sintonía tan baja que el apabullante espectáculo visual creado por Howard se acomoda siempre en el momento justo a la sabiduría de preferir resolverse en planos quietos, de una serenidad y una belleza visual que cortan la respiración. Esta es una lección bien aprendida, un saber etéreo y privilegiado que nunca sacrifica el placer del relato al ansia de contarlo. A pesar del vértigo de la cacería, Ron Howard sabe cómo relacionar a sus personajes con el silencio y las miradas, o cómo quedar con su cámara apenas por detrás de los sucesos sin perderlos nunca de vista, y eso lo acerca al universo perfecto de los clásicos. Si el océano ha sido visto por el cine contemporáneo como un detonador de tragedias y un escenario ominoso, cabe también a Howard haberlo recuperado como espacio sentimental y dimensión metafísica, mérito que comparte con la notable La vida de Pi (2012) de Ang Lee. El conflicto entre el hombre y el medio que el western llevó al desierto aquí va al mar. Otra vez el grupo lanzado a la conquista, el largo camino de la civilización como una empresa colosal tragándose la escala humana, y el espíritu salvaje del hombre pugnando por pertenecer, aferrándose con sus últimas fuerzas a una idea de superación que atrae y espanta al mismo tiempo. En el corazón del mar revive esa tradición, la epopeya colectiva y la hazaña individual, la búsqueda mítica de redención que marca el horizonte. Precisión, elegancia, belleza y contundencia. Si después de haber filmado Cocoon, Parenthood, Llamarada, Apollo 13 y Cinderella Man, Ron Howard no es un clásico, ¿los clásicos dónde están?
En el corazón del mar (EEUU, Australia, España, Inglaterra y Canadá, 2015), guión de Charles Leavitt sobre el libro de Nathaniel Philbrick, dirección de Ron Howard, 122 minutos.
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