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A mediados de la década de 1960, un pianista nacido en Ciudad del Cabo, Dollar Brand, que en Estados Unidos se había imbuido de free jazz y a poco se convertiría en Abdullah Ibrahim, inició un viaje constante de ida y vuelta entre continentes y una fusión embriagadora de herencia sudafricana, armonías de Ellington, libertades de Cecil Taylor y canciones religiosas de los bóeres. Desde entonces, ese tipo de transporte se hizo cada vez más profuso; hoy es casi una convención de la cual pocos se apartan. Uno de ellos es el guitarrista beninense Lionel Loueke. Si quieren conocer su sonido único, escuchen “Madjigua”, del disco Virgin Forest: aire de canción tradicional, compleja signatura de tiempo (¿11/4?), inflexión vocal privada y una destreza instrumental nublada por la intrusión de una tira de papel entre las cuerdas. Acto seguido, atiendan a la versión en vivo de “Wacko Loco”: aquí ya no hay tambores sino batería; cuando un largo bordoneo de tres notas ya los tenga expectantes, entrarán a un paseo por timbres de guitarras electroacústica, fender y skeleton, por largas frases picadas y escaleras de acordes, por símiles de órgano Rhodes; escucharán a Loueke contrapuntear consigo mismo, llevar el cascabeleo de las cuerdas de un kora hasta bramidos de metal, y la fiesta de las bandas pop de su país hasta las distorsiones de un campo extenso donde se encuentran Hendrix, Marc Ducret y John Scofield. La guitarra de Loueke es panorámica. Cuando cante, les va a sonar meditabundo, como quien musita la música de su terruño en el autobús que lo lleva a un lugar parecido y diferente. Los invitará a bailotear y al lirismo contemplativo. “Wacko Loco” es un tema de Gaïa, el disco con que Loueke, después de curtirse en otros formatos y colaboraciones, vuelve al trío de Karibu (2008, Blue Note), el que lo elevó al alto perfil. Pero si Karibu era fresco e inacabado, en Gaïa el folklore africano, el jazz y el rock aparecen en un continuo inconsútil. Que el bajista Massimo Biolcati sea sueco-italiano y el baterista Ferenc Nemeth húngaro habría augurado una tendencia del conjunto a la world music. Nada de eso. Loueke se ha hecho un dialecto particular modulando sus orígenes con diversas colaboraciones. Por eso no se excede con el blues, un sentimiento que no se adquiere por cercanía. Su negritud es africana; su historia, una pieza típica de la novelística musical. Nació en Benin, creció en una familia de intelectuales pobres y estuvo batiendo tambores hasta que a los dieciséis años le propusieron tocar la guitarra en una banda de pop africano. Era muy aplicado. Por un casual álbum de George Benson descubrió la improvisación; en Costa de Marfil, adonde fue a formarse a un conservatorio, no llegaba a pagar el cuarto. Una noche, en un club, agarró una guitarra durante un descanso y lo que tocó era tan bueno que le procuró un empleo. En dos años pudo irse a estudiar jazz a París, y de ahí con una beca a Berklee. Se presentó a una audición en el Monk Institute de Chicago: dejó admirados a Shorter, Blanchard y Hancock. Fue sideman de los tres, pero también de George Garzone, Cassandra Wilson, Sting, Charlie Haden, Kenny Werner y unos quince artistas más. Lo he escuchado en trío y dentro del Experiment de Robert Glasper, un soberbio grupo de post-hard-bop soulero. No es que Loueke sea versátil; más bien ofrece su lenguaje para que los conjuntos lo enriquezcan sin amoldarlo. El resultado es una música en tránsito, como una voz que, trabajada por los años y los climas, es saltarina y templada, juvenil y avezada a la vez, y reconocible hasta por teléfono.
Lionel Loueke, Gaïa, Blue Note, 2015.
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