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CINE y TV

Debe ser un buen barómetro de calidad fílmica el interesarnos e inmiscuirnos emocionalmente con una película cuyo tema no nos interesa en lo más mínimo. Tal es el caso, en mi caso (analfabeto de los fierros), de F1, el último gran tanque de acción deportiva que propuso a Brad Pitt como héroe galán y veterano, contrapeso al Tom Cruise de la saga Misión imposible y Top Gun. Debajo de los motores, los choques y las cámaras giratorias hay un arquetipo clásico: el del hombre maduro que, luego de años de retiro o silencio, vuelve al centro de la escena para hacer algo improbable, algo que nadie —ni él mismo— esperaba de él.

“Dad movies” lo etiquetan algunos críticos para bajarle el precio, tal vez especulando muy binariamente que los varones jóvenes que no se deconstruyeron del todo son incels de videojuego que ni siquiera salen de casa. Así y todo, F1 fue un éxito rotundo: lideró la taquilla en su estreno y superó los 500 millones de dólares a escala global, convirtiéndose en el primer gran triunfo comercial de Apple Original Films. Dirigida por Joseph Kosinski (Top Gun: Maverick, Only the Brave) y fotografiada por el habitual Claudio Miranda, la película narra el regreso de Sonny Hayes, ex piloto que dejó la Fórmula 1 tras un accidente devastador. El reencuentro con un viejo amigo (Javier Bardem) y la urgencia por rescatar una escudería al borde del colapso lo empujan a volver, no sólo en el rol de mentor de un joven piloto indomable, sino también al centro de la pista. Lo que en un principio parece un gesto sacrificial se transforma pronto en otra cosa: revancha, experimento, regreso al vértigo que nunca dejó de arderle adentro.

Para quienes, como yo, encuentran pocas cosas menos atractivas que el mundo de las carreras deportivas, F1 logra, casi sin que uno lo advierta, transmitir una buena dosis de información técnica que no decora, sino que estructura el conflicto. El guion (asesorado por Lewis Hamilton, también coproductor) muestra cómo cada variable importa: el tipo de neumático, el alerón, la temperatura del freno, el uso del DRS. Pero más allá del dato, la película plantea una lectura del entorno como táctica: interpretar una curva, aprovechar el rebufo —ese túnel de succión que se forma al seguir de cerca a otro vehículo y que reduce la resistencia del aire—, o incluso provocar pequeños estragos en la pista para obligar a todos a bajar la velocidad. En ese ajedrez a 300 kilómetros por hora, Sonny Hayes, encarnado por Pitt, es un maestro del pensamiento lateral, capaz de llevar todo al límite, incluso el reglamento, con tal de que su compañero cruce primero. Héroe de la gallardía, sí, pero más satisfactorio aún: del ingenio.

No es exagerado ni injusto emparentar a los protagonistas contemporáneos de estas “películas de padres” con Buster Keaton. Hay en Pitt —como en Cruise, por momentos— una ética del cuerpo puesto al servicio del relato, una obstinación por ser quien ejecuta la proeza, sin delegar en dobles de riesgo, sin simulacro digital. Valentía y cicatrices, pero también una inteligencia coreográfica que asocia cada movimiento a la cámara, cada maniobra a una idea de personaje. Estamos ante esas películas (vaya rareza, insisto) que mantienen el rito colectivo de ir a las salas. Cine-espectáculo, con resortes narrativos y eficacia emocional suficientes para que se sostenga igual de eléctrica en la tele más rudimentaria de un sábado a la tarde. Las carreras no sólo son un festín de adrenalina y motores, sino también de planos y cortes que encuentran, en el vértigo, un montaje con sentido.

Y no por eso la película prescinde de escenas dramáticas —y cuando digo dramáticas me refiero a escenas que se instalan desde la acción dramática, desde la situación y el vínculo entre los personajes—, asunto tan obvio como vacante en un presente audiovisual que ya no narra por escenas, sino mediante secuencias de montaje encadenadas unas a otras, con una lógica de videoclip donde todo fluye pero nada se detiene. No es el caso de F1, que incluso en su necesidad de transmitir mucha información o de elipsar —siempre de forma distinta— una carrera tras otra, sigue contando y hasta le cabe (además de su trama de acción) una historia de amor.

La película sabe que trabaja con un material antiguo, no sólo por su género sino por los valores que arrastra —el más bastardeado de todos: la competencia— y, en más de una ocasión, se permite ironizar sobre sí misma. El mejor ejemplo ocurre cuando Sonny Hayes propone a la ingeniera Kate (Kerry Condon) modificar el auto para que sea más rápido en curvas, aunque eso implique reducir la carga aerodinámica trasera y volverlo inestable, es decir, más difícil de controlar a alta velocidad. Ella lo frena: le dice que se comporta como un “cowboy de vieja escuela”, un lobo solitario que no respeta reglas ni piensa en el equipo. La frase no sólo lo confronta a él, sino a la propia película, que hasta entonces parecía celebrar esa épica individualista. Y sin embargo, como tantas veces en la historia del cine (y de la ingeniería), la idea suicida se lleva a cabo. Diseñan el auto. Lo corren. Y ganan la carrera en Abu Dabi.

Estamos ante la paradoja de un auténtico blockbuster que a la vez es una rara avis del circuito comercial. No porque no se sigan haciendo películas de acción —que abundan, en forma de relleno, en las plataformas de streaming—, sino porque ya no se estrenan en salas y mucho menos hacen uso del mejor invento norteamericano después de la hamburguesa: el star-system. Pagar una entrada para ver un rostro. Uno que se formó en el Actor’s Studio, en el bendito Método, stanislavskiano mediante, tan vetusto como enmarmolado. Sin que nos importe a ciencia cierta si el filme sucede en Roma, Detroit o Vietnam, si es de vaqueros o gánsteres: queremos ver la estampa de nuestra estrella favorita. No es gratuito que los norteamericanos hayan inventado también la cadena de montaje, que les permitió durante décadas hacer películas de calidad con la marca de tal o cual celebridad, camaleónica en identidades pero invariable en su personalidad.

Así pues, Brad Pitt va en el póster antes que F1. Y no confundamos este fetichismo actoral con la economía de followers de la que dependen los influencers, verdaderos seres sin atributos de nuestro tiempo. Justamente, lo llamativo de estos varones hemingwayanos en decadencia es su fotogenia esquiva, “casual”, su aura imposible de hombres ordinarios, lobos solitarios, crepusculares, únicos objetos sensibles propiciadores de esa empatía atávica que nos emparenta con Odiseo y Humphrey Bogart, con Cleopatra y Rita Hayworth. Ver a un tipo que a sus sesenta años regresa a su pasión de juventud y compite en la carrera más importante del deporte más costoso del mundo —donde cada contratiempo, cada pequeño choque, se tasa en millones de dólares— nos hace decir tanto “¡podría ser yo!”, como “esto es absolutamente excepcional”.

Podríamos afirmar, rápidamente, para separar el trigo del heno, que el cine contemporáneo va de polo a polo: entre ese naturalismo de identificación doméstica y cotidiana, en el que cada tanto suceden milagros pero que en más ocasiones aburre, y la excepcionalidad inhumana, digital, de los superhéroes, los dinosaurios, las distopías y cierta ciencia ficción. Películas como F1 dicen al mismo tiempo lo uno y lo otro. Un cine similar a la vida que también es bigger than life: amalgama espléndida, acaso la gran consigna de Hollywood, de un Hollywood pasado que, aunque cueste imaginarlo, agoniza.

 

F1 (Estados Unidos, 2025), guion de Ehren Kruger, dirección de Joseph Kosinski, 155 min.

7 Ago, 2025
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