El talento de Asia Argento para filmar monstruos tiene poco que ver con el de su padre Darío, aunque las visiones febriles de sangre, cuero negro y metal de este último encuentran una coherencia sin fisuras en el barroco doméstico de su hija. Acaso la diferencia sea de “escala”, considerando la complejidad arquitectónica del cine del creador de Suspiria y la multiplicidad de gamas que conviven en el universo de Asia, que podría tener, también ella, un talento infernal para filmar asesinatos si no fuera porque sus preocupaciones pasan por volver cuento y espectáculo la infancia (construir hogares familiares como siniestras casas de muñecas) y no por enrarecer la adultez con pesadillas aniñadas, que es justamente lo que hace (como nadie) su padre. Asia, cuyas prioridades, dijimos, son otras, utiliza el registro de Perrault, Andersen y los hermanos Grimm y le imprime una urgencia confesional en la que no hay nada de furor declarativo —o cualquier cosa que se le parezca—, pero en la que sobra un talento nada habitual para hacer sufrir la imaginación y alumbrar con ese esfuerzo las complicadas rutas de la adolescencia. Poco importa aquí que el derrotero de abandonos, frustración y recomienzos de la joven Aria (con “ere”) —de la que sus padres se desentienden más de una vez a lo largo del metraje— tenga o no que ver con la propia biografía de Asia (con “ese”). Aquí no está en juego el testimonio, así como en la anterior y brutal El corazón es engañoso por sobre todas las cosas (2004) tampoco había un gesto sensacionalista y acomodaticio hacia el carnaval de atrocidades visuales que a veces pasa por cine “duro pero necesario”. Un modo de filmar que juega a ser retro y que en esa simulación deviene vanguardista (con su uso estrafalario del color y el encuadre, del vestuario y la música) es la contraseña que elige Asia para permitirse travesura y desdén en medio de proezas de vodevil enfermo (¡ese corto con Barbie y Ken!) que escalan sobre el dolor sin pretenderse nunca como una búsqueda de lo real. Que el llanto y el humor desesperado se ofrezcan como fases de un mismo movimiento no los hace menos ominosos, y ahí es donde Asia entiende que la realidad —y quizás no tanto las desdichadas criaturas que la habitan, a las que se acerca con un pudor y una ternura cada vez más infrecuentes en la pantalla— se permite saltos y cambios de ritmo inesperados, al tiempo que necesita imperiosamente parir una nueva sensibilidad consciente de esos desajustes para evitar que tanta gente se quede afuera de sus beneficios terrenales. Su propuesta, estos cuentos crueles de crecimiento donde el sentido es siempre oscuro como los ojos de un cuervo y la tristeza se parece mucho al hechizo de un hada pálida y distante, busca siempre hacerle lugar a esa necesidad, aunque tenga que empujar, molestar y —más que nada— incomodar en el intento. Las tres películas que dirigió hasta ahora tienen el encanto turbio y el poder imprevisible que sólo puede contagiarles a las cosas una niña perversa a la que le encanta jugar con la caja de colores heredada de su padre.
Incomprendida (Italia, 2014), guión de Asia Argento y Bárbara Alberti, dirección de Asia Argento, 103 minutos.
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