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En uno de sus poemas más extraordinarios —quizá, y tal como escribió Patricio Marchant, su “gran poema”—, “El regreso” (1948), Gabriela Mistral concibe una auténtica poética de la vuelta al origen y de la errancia producto de ese movimiento, probablemente inédita en la poesía latinoamericana hasta entonces. En el cuarteto con que finaliza el poema (“Y baldíos regresamos, / ¡tan rendidos y sin logro!, / balbuceando nombres de ‘patrias’ / a las que nunca arribamos”), Mistral habla del tartamudeo con que se vuelve sin volver, ya que la patria o el origen —ambos no dejan de ser declinaciones de una misma pasión— son nombres que nunca logran pronunciarse en forma acabada. En el caso de América, el reciente libro de Horacio Zabaljáuregui, el poeta recurre al tópico del retorno a la ciudad donde transcurrió su infancia y adolescencia (América, pequeña ciudad ubicada al oeste de la provincia de Buenos Aires), para devolver al lector un fresco de resonancias y sensaciones multiplicadas, en el cual la ciudad logra siempre dejarse ver como un caleidoscopio personal.
Mediante una auténtica anábasis, cincelada por la mirada inocente de un niño-adolescente que no desvía el rostro ante la irrupción del placer, la muerte y el dolor, con su inevitable carga de melancolía, Zabaljáuregui inicia el regreso hacia la ciudad que fue en algún momento suya y logra extender sutilmente esa ciudadanía imaginaria, como Felisberto Hernández lo hacía mediante descripciones ensoñadas, a todo el que se aproxime a estos poemas. Al acercarnos a “Forastero”, tal vez uno de los más intensos registros que se hayan ofrecido en la poesía argentina contemporánea sobre el motivo del regreso, podemos contemplar al poeta que, con pleno dominio del verso en su forma libre, logra introducir las inflexiones necesarias desde un tono que se deja atravesar y modificar por los paisajes, los recorridos y los afectos que acompañan el trayecto del que vuelve sobre sus pasos. Es en los afectos que convoca y produce donde la forma deviene un tejido vital que traza sus propias simpatías. Veamos, si no, el comienzo del poema: “Yo era el forastero cada verano. / Llegaba en el tren del sábado por la madrugada. / Me sabía el hijo pródigo. / Había nacido en una casa con palmeras en el fondo, yuyales. / Ahí perdí un anillo, algunos lo buscaron… / Alguien dijo ‘ojalá’. / El primer anillo del tronco, / el corazón de la memoria. / Allá esplende todavía como un ave insomne; / yo era el forastero, de otro pozo. / Llegaba con el verano por delante / como un cuaderno de cien hojas sin usar”.
La lengua materna, abierta a su pliegue exterior, parece oscilar aquí como esa luz a la deriva que no se parece a nada y que sólo es pasible de ser descripta y testimoniada —una sorprendente poética del testigo recorre estos versos— a partir de los restos y de las huellas que permanecen en la memoria. A punto tal que lo relevante, antes que quién se va y quién se queda, pasa a ser la posibilidad de habitar la distancia entre la ciudad de la infancia y lo que se puede o, a fin de cuentas, se logra decir de ella. América no como un territorio kafkiano plagado de amenazas y fantasmas, sino como el lugar de un retorno inminente cuyo círculo imperfecto el poeta nunca cesa de completar.
Horacio Zabaljáuregui, América, Bajo la Luna, 2014, 64 págs.
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