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Antídoto perfecto contra el ritmo vertiginoso del Bafici, Journey to the West brilló en el festival como una tregua, una invitación a la proeza sencilla pero cada vez más rara de la atención prolongada. Es la sexta entrega de la serie “Walker” que Tsai Ming Liang compone desde 2011, como una versión personal del clásico de la literatura china que cuenta el largo peregrinaje del monje Xuanzang en busca del “vacío”, Viaje al Oeste, reducido catorce siglos más tarde a una premisa mínima: un monje budista de túnica granate (Lee Kang Sheng, protagonista de todas sus películas) camina con la cabeza gacha, a paso extraordinariamente lento entre el gentío febril de las ciudades que recorre, punctum zen de los contados planos estáticos que hilvanan la caminata. Pero en Journey to the West la serie amplía la dimensión del viaje y el título. El monje deja el hervidero multicolor del Hong Kong de Walker y se lanza a Occidente como un sutra visual o una performance cinematográfica. Recorre ahora las calles ajetreadas de Marsella hasta convocar a una suerte de doble occidental (Denis Lavant, protagonista de casi todas las películas de Léos Carax), que hacia el final lo sigue, imita el movimiento casi imperceptible del paso y se adueña del plano. Son sólo catorce tomas, mudas a no ser por algún comentario de otro caminante, en las que el monje aparece minúsculo entre la gente, se refleja en un espejo, asoma por una ventana o, en la toma central de casi veinte minutos, baja una escalera a contraluz en la entrada de un subte.
La duración de los planos no habrá sorprendido a los espectadores del Bafici, adiestrados en los ritmos lentos de Béla Tarr, Straub-Huillet o Lisandro Alonso, ni a los cultores de los retos conceptuales del arte contemporáneo de Tacita Dean o Douglas Gordon. Desde la audacia experimental de Tarkovsky, Antonioni, Warhol o Chantal Akerman, el slow cinema ya se ha convertido en lengua franca de mucho cine de arte, que resiste a fuerza de dilación y libertad de lenguaje la rigidez narrativa y los treinta segundos promedio de las tomas del cine de la industria. Claro que la larga duración del plano fijo puede redundar en puro manierismo sin sustancia (y hay más de una toma que bordea el riesgo en el último largo de Tsai, Stray Dogs, incluido también en el Bafici) o invitar a una aventura visual de otro orden. Extremando la experiencia con economía conceptual y compresión filosófica (el tiempo espacializado lo es todo y a la vez no es nada en el film y el viaje), Journey to the West invita a desacelerar la mirada, a escrutar lúdicamente el cuadro completo hasta encontrar al monje, a mirar la pantalla y el mundo que explora con el recorrido azaroso, libre de apremios, con el que se mira un cuadro, una instalación o un paisaje, a atender al detalle desapercibido (el paisaje escabroso de una cara, la empatía inesperada de una nena con el caminante, la mota de polvo que flota en el aire, el mundo invertido en la extraordinaria toma del pabellón espejado del Vieux Port), hasta que el tiempo es otro si el espectador acepta el desafío y sale del sincro automático al que lo obligan la hora universal de Occidente, las convenciones del cine adocenado, la catarata imparable de imágenes y mensajes de la cultura 24/7. Al que lo acompaña hasta el final, Tsai le regala una de las cuatro verdades del Sutra del Diamante: “Todas las cosas compuestas son como un sueño, una fantasía, una gota de rocío, un relámpago. Así es como debe meditarse sobre ellas y observarlas”. En la impermanencia del budismo Tsai Ming Liang encontró una forma cinematográfica.
Journey to the West (Taiwán, 2013), dirección de Tsai Ming Liang, 56 minutos.
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