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El catálogo de estampas del Lejano Oeste encuadernado por los Coen es una clasificación de mitos pasada por sucesivos filtros propios y ajenos: el slapstick a la Chuck Jones en el primer episodio (que hasta incluye un homenaje al coyote más famoso de la historia cuando el singing cowboy grotesco interpretado por Tim Blake Nelson encuentra su destino); el fatalismo de Simplemente sangre (1984) en el segundo, con un asaltante de bancos padeciendo el eterno retorno nietzscheano del ridículo sentido del mundo; o la siniestra estética “lyncheana” (no por el famoso juez de la horca, sino por el creador de El hombre elefante) en el tercero, donde el fallido comerciante interpretado por Liam Neeson tiene que lidiar con el declive económico de una empresa “artística” muy particular. El método de ampliación por el absurdo que ya es característico de los hermanos pone nuevamente en valor ciertas tradiciones del western desde una óptica que, entre capítulos, muta del homenaje juguetero —el librito que se abre al comienzo de cada historia— al desparramo de freaks, tontos y psicópatas con el que suelen armar esos circos frenéticos, restallados, subsidiados por la angustia que son sus mejores películas. La balada de Buster Scruggs es —como no lo fue ninguna película de los Coen hasta ahora— metaficción pura: un espacio de combinación fantasmagórica donde la deformidad del mundo de los hermanitos puede ser aquilatada como nunca en la pureza silvestre del escenario al que se la arroja y en el contraste con los arquetipos a los que constantemente remite. El obstinado buscador de oro (extraordinario Tom Waits), la modosa peregrina que cruza la pradera en una caravana importunada por un perro y los indios, y los lúgubres y misteriosos pasajeros que crispan a sus compañeros de viaje en una diligencia sobre el final son como las curvaturas psicológicas de figuras a las que el cinéfilo identifica de entrada, pero independizadas de lo aprendido en las películas de John Ford, Anthony Mann y (¿por qué no?) en aparatos injustificables como Bonanza, y a las que los Coen encaminan, un poco caprichosamente, un poco en nombre del valor previo de su cine, hacia tragicomedias elásticas, súbitamente intrusadas por la violencia o habitadas con naturalidad por las taras y los patrones de un mundo que les pertenece tanto a los caricaturistas de Educando a Arizona (1987) como a los ingenieros de Barton Fink (1991), y solamente a ellos.
La balada de Buster Scruggs (EEUU, 2018), guión y dirección de Joel y Ethan Coen, 133 minutos.
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