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Las fábulas, a diferencia de otras estructuras narrativas, transitan del universal al universal; es decir: parten de personajes genéricos —desde los animales de Esopo hasta los animales de Kafka— para hablar de una condición humana. En Misericordia, la más reciente película de Alain Guiraudie, estrenada en la sección Première del Festival de Cannes 2024, esta lógica fabulística se actualiza, en clave rural y contemporánea, a medio camino entre Hitchcock y Buñuel. Su otoñal contexto campestre, junto a sus pocos y arquetípicos personajes, encarnan, a grandes rasgos, un tragicómico calco social de vicios y represiones.
Bajo el clásico tópico del regreso, la película comienza con Jérémie Pastor (Félix Kysyl), un joven panadero desempleado de Toulouse, que vuelve a Saint-Martial para asistir al funeral de su antiguo jefe y mentor. Allí es acogido por Martine Rigal (Catherine Frot), la viuda, cuya hospitalidad revela pronto una ambigüedad afectiva. La llegada de Jérémie despierta la desconfianza de Vincent (Jean-Baptiste Durand), el hijo de Martine, quien lo percibe como una amenaza tanto familiar como sentimental. La tensión entre ambos crece hasta derivar en una confrontación en las montañas, donde Jérémie mata a Vincent.
Lo más siniestro de Misericordia no es el asesinato en sí, sino el chantaje libidinal que se pone en funcionamiento para encubrir el crimen. Si en La mujer sin cabeza (2008) no se le pedía al personaje de María Onetto nada a cambio del silencio y las coartadas, en el filme de Guiraudie sí hay una libertad que pagar a cambio, paradójicamente, de la libertad. Aunque Jérémie se nos presenta como un individuo opaco y de planificación calculada en su afán de pertenecer al pueblo, el asesinato de Vincent ocurre como un acto impulsivo, bastante torpe y sin verdadera premeditación, que deja tras de sí una serie de cabos sueltos. Este desorden factual lo expone a una culpa dostoievskiana que, aunque tratada con ligereza en la puesta en escena, lo arrastra hacia el borde del suicidio.
En su auxilio irrumpe Philippe Griseul (Jacques Develay), un sacerdote de moral escurridiza que desplaza toda noción de responsabilidad individual hacia una visión desencantada del mundo, donde las muertes prematuras y los crímenes son percibidos como fenómenos naturales. Su cinismo, cercano al de Harry Lime en El tercer hombre (1949), funciona, sin embargo, como un juego retórico que enmascara sus sentimientos hacia el protagonista.
En una escena que oscila entre el tono de un thriller cristiano y el delirio cómico, Philippe arrastra a Jérémie al confesionario, no para recibir su confesión, sino para ofrecerle la suya propia. Allí, el sacerdote admite saber del asesinato de Vincent y, en lugar de denunciarlo, le confiesa a Jérémie que está enamorado de él. Esta inversión moral condiciona su silencio a que el asesino lo corresponda. No exige contacto físico, sino una devoción diaria. Paseos por el bosque en busca de setas, conversaciones durante la merienda, la cena o la madrugada: una compañía obligada que encierra a Jérémie en otra forma de cautiverio, más aprisionante que cualquier favor sexual.
Al tratarse de una fábula, los acontecimientos del filme se suceden con brevedad, como estaciones que atraviesan los pocos personajes —sujetos sociales: el individuo, la familia, el clero y la ley— en su avance hacia una no-moraleja sombría, a ratos asfixiante. De todas formas, pasada la mitad del film, el inesperado romance forzado entre el protagonista y el cura marca un punto de inflexión en Misericordia, que desliza su tono hacia una comedia negra singular, donde los afectos son negociados bajo el peso de la necesidad más que de la pasión. El cura le ofrece al protagonista la coartada perfecta: declarar que la noche en la que desapareció Vincent, ambos estaban juntos.
Pero la tensión erótica también circula en el interior de la casa, donde Martine se enfrenta a la ausencia de su hijo y a la presencia cada vez más ambigua de Jérémie: un reemplazo filial, y quizás sexual, a quien reclama en su casa cuando este se va a donde el cura. Lo que todos en el pueblo intuyen, pero nadie se atreve a verbalizar, es que con la desaparición de Vincent se ha eliminado a una figura conflictiva, de “sangre caliente”, como reconociera la propia policía. Su sustitución por Jérémie no sólo disipa las tensiones sociales, sino que proporciona a su madre un nuevo hijo y, simultáneamente, un amante. En este intercambio de placeres por impunidad, el cura asegura su propia compañía, el rústico Walter halla un nuevo amigo a quien querer en silencio, y el pueblo gana un nuevo panadero.
Se trata de una suerte de Teorema (1968), pero con un efebo que no irrumpe voluntariamente, sino que es absorbido por una comunidad rural francesa, acaso tan corrompida por la hipocresía como la burguesía italiana. Una fábula bressoniana, en fin, sin espiritualidad cristiana; o quizás sólo con sus restos ruinosos: la culpa y la economía de la culpa.
Miséricorde (Francia/España/Portugal, 2024), guion y dirección de Alain Guiraudie, 102 minutos.
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