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No creas que voy a gritar es, para decirlo en pocas palabras y apelando a un lugar común, una enorme declaración de amor por el cine. La gran novedad es que se vuelve mucho más interesante cuando se transforma en su opuesto exacto: una furibunda declaración de odio hacia el mundo y lo que este contiene. La película misma, abstracta y monocorde como una carta suicida, asume compulsivamente esa forma, la de un objeto cercano al delirio, cortante, inflamado hasta el límite de lo tolerable. Una película dolorosa salida de una mente dolorida, ensamblada con dosis iguales de ansiedad y tristeza, y donde el conflicto principal (el duelo amoroso del narrador) rebota entre las paredes de una robótica y riesgosa sucesión de imágenes. La falta de despliegue emocional de la voz en off no refiere tanto a una alienación sentimental como a la convicción casi elegíaca de que la realidad misma es un montaje desquiciado, susceptible de ser reflejado en un giallo italiano, una película erótica japonesa o un documental político soviético.
“Entre abril y octubre de 2016 vi más de cuatrocientas películas”, asegura el narrador al iniciarse la travesía. Recluido en una casa en la región de Alsacia, al noreste de Francia, se propone purgar el dolor provocado por una ruptura amorosa a través del visionado obsesivo de películas, a cuyos fotogramas accedemos como espiando de reojo las páginas de un diario vertiginoso que da cuenta tanto del encierro como de la mente que lo piensa. La separación amorosa conduce a una catástrofe sentimental en la que la cinefilia se relaciona con una práctica de encierro y la soledad que la acompaña parece propia de una tumba. Un placer invertido de signo es la marca distintiva de No creas que voy a gritar: la sucesión de imágenes (imposible de anudar en un todo coherente) transparenta el delirio mental y la extinción lenta de un lazo con la realidad. Esa psicosis se alimenta de cine mudo, de clásicos anteriores al Código de Censura Hays de Hollywood, de películas eróticas escandinavas, de cualquier material descargado de la red, pero por fuera de esa burbuja artificialmente creada respira el horror de los atentados en la redacción de Charlie Hebdo y el sistema superpolicial que le sobrevino. En un momento de la película se menciona que ese retiro rural, abismado en la pantalla, se ha vuelto la única posibilidad cierta de evasión frente al estado de sitio instalado en las grandes ciudades. La herida sentimental, entonces, pasa a un segundo plano para descubrir el fondo negro de la verdadera angustia, que no puede ser otra cosa que un malestar político. Paranoia doméstica, sí, pero también lucidez de espacios abiertos, bien urbana, para identificar un tipo de mal como el gemelo menor de otro. Hacia el final, la biografía del narrador pierde casi todos sus puntos de apoyo en este, nuestro mundo, y adquiere la forma de una ficción mental que hace del cine su término social. Un efecto de infinito, el elemento maravilloso hecho de luz y de tiempo que es propio de cada una de las imágenes mostradas, le permite asumir esa cualidad fantástica que sólo adquiere la realidad cuando se la mira con mucho, mucho detenimiento.
Ne croyez surtout pas que je hurle (Francia, 2019), guion y dirección de Frank Beauvais, 75 minutos, disponible en MUBI.
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