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Toda ficción zombi es inevitablemente apocalíptica, ya que carga el lastre de ser la última de una especie sin fin, la reciente renacida que viene a decir algo nuevo —en el mejor de los casos— antes de tambalearse otra vez hacia su fosa común. Tal vez esto le confiera sentido pleno al título de The Last of Us, que desde su autoconciencia rezagada promete algo más que un monstruo errante. Adaptada libremente de un videojuego, la creación de Neil Druckmann y Craig Mazin para HBO deja en efecto a los zombis fuera de campo durante buena parte de su temporada inaugural para desarrollar un lazo troncal: el del contrabandista Joel Miller (Pedro Pascal) y la adolescente Ellie Williams (Bella Ramsey), quienes se largan a una cruzada interestatal que los enfrenta con toda clase de obstáculos humanos y poshumanos. Más puntualmente, Joel debe trasladar a la chica como mercancía a Wyoming para trocarla por bienes bajo el encargo del grupo rebelde de las “Luciérnagas”; Ellie es valiosa porque ha sobrevivido al contagio activado por la rasgadura zombi, y así porta la posibilidad de una cura y con ello la virtualidad de ser, también, la “última” de su estirpe.
Pandemia y vacuna suenan demasiado pegadas a la coyuntura, pero ese choque efectista impulsa a la tira al menos al comienzo. El primer episodio inicia con un plató televisivo en el que se baraja la hipótesis de una enfermedad potencialmente fatal para la humanidad, ya no transmitida por virus o bacterias sino por hongos. La chance se materializa pronto en Yakarta, donde una experta en micología es llamada a analizar un cadáver infectado por un mal desconocido. De la boca del cuerpo sale un extraño ser verduzco y flotante, leitmotiv vegetal de unos zombis que tienen bastante de contragolpe antropocénico; después de todo, The Last of Us sí ostenta un rasgo pionero, el de ser la primera serie de zombis nacida en pandemia. La mutación ecológica va acompañada de una inevitable reacción sanitaria global: ya la especialista aterrorizada por el descubrimiento le exige a un militar que bombardee Yakarta lo antes posible, para después lanzarse a llorar y pedir ver a su familia. El estado de excepción, el fascismo y la angustia moral atraviesan la serie de principio a fin, extremismos de cuarentena que Mazin ya había abordado en la tensa Chernobyl. De alguna manera, los alambrados y las grietas radioactivas de esa serie se transmutan en las ciudades derruidas y la guerra civil permanente de The Last of Us, que en su paralelismo (todo ocurre en el presente) amplifica la epidemia política del divisionismo estadounidense.
Dicho esto, lo mejor de la ficción es su dinámica vincular, partiendo del dúo protagónico y su ambigua complicidad: Joel batalla entre su mente fría y el eco de la relación con su hija muerta, mientras que Ellie se aprovecha de su inmunidad para ser más que rehén. Si a los zombis los revive la acción, a los humanos los revive el drama: mientras los renacidos se multiplican cual gusanos y ocasionan tiros y desgarros, en otras escenas el temor a matar, el vacilar de una amistad o el autosacrificio marcan diferencia. La tendencia se acentúa en el tercer episodio, en el que la inesperada pareja de barbudos compuesta por Bill (Nick Offerman) y Frank (Murray Bartlett) convierten miedo en amor con más broma que bromance. Un electroshock feliz que prueba que The Last of Us respira.
The Last of Us, creada por Craig Mazin y Neil Druckmann, HBO, 2023, 9 episodios.
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