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En esta novela se recupera el mundo extremadamente sacrificado del campesinado inglés, aunque sin el énfasis de la pastoral ni del romanticismo, movimiento más afín al paladar urbano que añora el lado amable de la naturaleza.
Estamos en 1830. Un granjero, su mujer, las cuatro hijas del matrimonio y el abuelo viven, como es habitual, con animales domésticos, todos revueltos en la pobreza rural. Hay una biblia en la casa, aunque nadie sepa leer. Sí asisten a la misa de los domingos y al día de las bendiciones de los arados. Seguramente esa fue la vida de sus ancestros durante decenas de generaciones. Pero el círculo amenaza con romperse cuando la menor de las hijas, Mary, comienza a trabajar de sirvienta en la casa de un pastor evangélico cuya mujer se encuentra gravemente enferma. Sin embargo, no es el círculo de la pobreza, sino el del analfabetismo el que se rompe cuando el señor Graham, el pastor, le enseña a escribir a Mary. No es fácil: “todo me parece un lío. no entiendo cómo alguien puede entender algo de esto. sólo un montón de rayas negras”. No es que hagan falta mayúsculas en el texto citado; pasa que Mary no las usa nunca.
La novela está escrita en primera persona por su protagonista, la del pelo color de la leche. Mary usa el lenguaje no tanto para narrar una historia a un tercero, sino para darse una psicología posible. Para entenderse. Y para que la entiendan en ese extraño año en el que adquirió un poder nuevo que al principio rechazaba: “quién necesita aprender a leer palabras y a escribirlas cuando tiene que estar recogiendo piedras del suelo y metiéndolas en cubos. y ordeñando las vacas y metiendo la leche en cubos”.
Las metáforas, comparaciones y reflexiones, por supuesto, son de alcance de la naturaleza, porque eso es lo que la protagonista conoce como universo simbólico: “el otoño es una época en la que las hojas se ponen marrones y se arrugan y se mueren. y no se puede encontrar la primera hoja que está cambiando. porque el verano y el otoño avanzan lentamente, cada uno hacia el otro. no hay ni un solo día en que todas las hojas estén marrones”. Además de la sabiduría simple de quien ve los años pasar en animales y cosechas, se imponen nuevos pensamientos que llegan desde su fresca actividad como escriba: “y algunos días tengo que pararme porque tengo que pensar en qué es lo que tengo que decir. y en qué es lo que quiero decir. y en por qué lo estoy diciendo. y tardo más tiempo en escribir sobre algo que ha pasado que lo que tardó en pasar”.
En esta nueva dimensión metafísica que llega con la escritura, el conflicto mayor sucederá cuando la mujer del pastor evangélico muera y el padre de Mary y el viudo flamante decidan que Mary siga trabajando de sirvienta en la casa del pastor, cuyas intenciones no en toda ocasión están impulsadas por virtudes teologales.
Siempre ubicado en lo más bajo de la pirámide social, pocas veces se le ha dado al campesinado el lugar que se merece en la historia, tal vez porque durante siglos fue analfabeto y no pudo revestirse de ninguna narración que lo rescatara. A contramano de ese anonimato, el manuscrito de Mary funciona como un conjuro contra las injusticias sociales, contra el silencio de los que nunca tuvieron voz.
Nell Leyshon, Del color de la leche, prólogo de Valeria Luiselli, traducción de Mariano Peyrou, Sexto Piso, 2022, 174 págs.
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