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El western como género es una memoria del espacio, y la geopolitización de su mitología requiere, según el Western de Valeska Grisebach, de extensiones sentimentales que vayan más allá de la cita. Porque aquí hablamos de “tradición” no como juicio de resistencia sobre el pasado, sino como un modo espontáneo de penetrar la historia del cine, lo que equivale a buscar una alternativa de lectura que le permita adquirir una resonancia que nunca podría lograr siendo más respetuosa de la lógica del mausoleo. El primitivismo mineral de Western es entonces un movimiento sutil por debajo de la alfombra del mito, que necesariamente implica quebrarlo en el tiempo para reacomodarlo en un nuevo continente. Y así un grupo de trabajadores alemanes puede llegar a un pueblo de Bulgaria, en la frontera con Grecia, para iniciar la construcción de una planta hidroeléctrica, y poner en marcha, simultáneamente, la catarata de referencias emotivas que van de Shane el desconocido (1953) de George Stevens al lirismo de espacios abiertos de Terrence Malick. Entre esos aventureros viene Meinhard, el “héroe individual”, lacónico, granítico como un Randolph Scott al que Bud Boetticher hubiera soltado dentro de una película del primer Wim Wenders, aquel en el que la gente se entendía sin necesidad de hablar demasiado.
Meinhard puede ser un ex legionario, pero su calidad de pionero de la globalización borronea la importancia o trascendencia de su pasado. La mirada femenina arrojada a un mundo esencialmente masculino ofrece la posibilidad —como en el cine de Kathryn Bigelow— de constatar hasta qué punto la mecánica social transparenta una modalidad del poder que goza, al principio, del carácter inasible, abstracto de la ideología, pero que tarde o temprano debe encontrar motivos para fijarse al territorio. Esa continuidad es un encadenamiento de ficciones que crean sentido para la vida, y el tiempo que le lleva a Grisebach deslocalizar las prótesis del género norteamericano por definición (el caballo blanco suelto por los campos, las formaciones de alianzas y enemistades entre grupos determinadas por el entorno, el rifle como objeto de poder que, al pasar de mano en mano, desnuda la condición caprichosa del ejercicio de la autoridad) es el tiempo que le lleva al espectador recordar la importancia de lo físico en la conciencia de lo narrativo. El western de Grisebach es recto como una premisa, firme como un cimiento. Habla de un arte que todavía puede mirar hacia atrás (la ocupación nazi de Europa) sin caer en la altisonancia o el discurso, nombrando los lugares de la imaginación con la plena convicción de que la memoria universal del cine es una frontera de la mirada que cambia y sobrevive, sin pertenecer nunca del todo ni al pasado ni al futuro.
Western (Alemania/Austria/Bulgaria, 2017), guión y dirección de Valeska Grisebach, 120 minutos.
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