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¿Qué significa “recuperar” un espacio urbano? El matiz violento del verbo remite directamente a las preocupaciones éticas que Martha Rosler desliza permanentemente a lo largo de Clase cultural. Se recupera algo que se ha perdido, algo que ha decaído, algo que se ha deteriorado sin llegar a desaparecer del todo. Las ciencias urbanas no escapan al signo alarmante de las filosofías del siglo XXI. La transformación de zonas fabriles en espacios verdes o circuitos artísticos y la invasión de núcleos industriales abandonados por las llamadas “clases culturales” replican los movimientos bélicos de expansión que marcan el pulso de la economía semiótica contemporánea. La gentrificación es para Rosler una matriz de negocios amparada en una conducta intelectual que implica un nuevo fin de la Historia, en el mismo sentido en que ya lo habían decretado Hegel y Fukuyama, ambos con distintas intenciones. En el horizonte asoma una mutación social, etnográfica, aquella que adapta la carga de valores forjados en los “barrios obreros” extinguidos a la sensibilidad neorromántica y monetizada de los agitadores hipsters. En ese escenario donde late el corazón de lo moderno se advierte la expresión de un nuevo régimen de racionalidad. El manoseo crítico de las exposiciones-bienales precede la recuperación de un espacio previamente estetizado por artistas que cumplen el rol de diseñar la futura extinción de los paisajes urbanos, cuyos beneficios serán absorbidos por la dinámica plástica y algorítmica de la net economy vía programas de mecenazgo que, de manera cada vez más acentuada, funcionan como catalizadores de tendencias antes que como recursos liberadores. En Culture Crash: The Killing of a Creative Class (2015), Scott Timberg advierte, por ejemplo, que el número de norteamericanos que puede “vivir” de hacer arte viene reduciéndose drásticamente desde la crisis económico-financiera de 2008. Al cierre de diarios y publicaciones culturales se suma la desaparición de las librerías “de autor” (muy especialmente en Nueva York y San Francisco), que supieron emplear a muchos artistas y escritores en los comienzos de sus carreras. Para Timberg, el declive comenzó con Internet: para la “clase cultural”, no es lo mismo tener seguidores en Facebook que encontrar un público para el arte que produce. La extinción de la idea de que cierta producción cultural realmente importa conlleva la desesperación culposa del aislamiento, fenómeno del que la “gentrificación”, según Rosler, asoma como una imposibilidad manifiesta de comprender el sentido histórico del paisaje. Los artistas, nos dice, cumplen un rol fundamental en la “estetización” de la vida cotidiana. Cuando esta se vuelve un producto “de diseño”, las formas de la realidad asumen la eficacia económico/inmobiliaria pura como horizonte de realización. La angustia frente al tiempo que avanza es, entonces, un nuevo modo convencional de jerarquización arquitectónica, y el presente, un mero régimen de reagrupamientos y transformaciones en el que cada vez cuesta más sumergirse en ese criterio común que es (o era) la extrañeza ante las superficies.
Martha Rosler, Clase cultural. Arte y gentrificación, traducción de Gerardo Jorge, Caja Negra, 2017, 256 págs.
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