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La Ilustración imbuyó a la gran novela del siglo XIX de confianza estética en la trama de Historia y destino. No hablemos de Víctor Hugo o Tolstoi; ni siquiera Flaubert se había privado de curtir al bisoño Frédéric Moreau en la París revolucionada de 1848, hasta que unas décadas después Joyce cortó por lo enfermo: “La historia —le hizo decir al citadísimo Stephen Dedalus— es una pesadilla de la cual trato de despertar”. A los porfiados realistas del siglo XX, fueran Vasili Grossman o Vargas Llosa, les costó volúmenes restablecer un adecuado principio de vigilia. Para el angoleño José Eduardo Agualusa, ya no se trata de tramar. Las veloces doscientas páginas de Teoría general del olvido (Edhasa, 2016, traducción de Claudia Solans) dicen que, si la Historia puede infiltrarse en la vida más amurallada, nunca tocará la herida primordial que no se deja representar por los sucesos; ahí sólo llegan otros heridos. De eso trata la novela: del enigma que aplaza el acuerdo entre Historia y trauma y de quién puede develarlo. Necesariamente hay fechas. Un narrador recibe copias de los cuadernos que una mujer, muerta octogenaria en 2010, escribió durante los primeros de los veintiocho años que vivió enclaustrada; a partir de ese documento, cuenta. Ludovica Fernandes Mano es una portuguesa de Aveiro. Desde chica temió tanto el espacio abierto que iba al colegio con un paraguas, hasta que lo que iba a llamar El accidente transformó el miedo en fobia. Cuando mueren los padres se va a vivir con su hermana Odete: da clases privadas, borda, toca el piano, lee y cocina. Odete se casa con Orlando, un angoleño ingeniero en minas que se las lleva a las dos a un departamento en el último piso del edificio más lujoso de Luanda. El ambiguamente atareado pero afable Orlando monta ahí un jardín y le regala a Ludovica un cachorro de pastor alemán; tiene una buena biblioteca; también guarda en la casa una bolsita con diamantes de origen incierto y un revólver. Es 1974. En Portugal estalla la Revolución de los Claveles. Angola conquista la independencia y empieza una carnicera guerra civil entre el gobierno socialista del Movimiento Popular de Liberación de Angola y al menos tres organizaciones más, cada una apoyada por grupos étnicos diferentes y ejércitos extranjeros. Al UNITA lo impulsan la CIA y la Sudáfrica segregacionista. Al MPLA, el socialismo real; Cuba envía tropas. Empresarios de toda calaña codician las minas de diamantes y el petróleo de Angola. Luanda es un entrevero de crudeza revolucionaria, contrarrevolución, oportunismos y metralla, y Ludovica se encierra. Un día de pavor se defiende de un asaltante pegándole un tiro a través de la puerta; la sella, se deshace del cadáver, levanta un muro que la aísla del corredor y ya no vuelve a salir. Mes a mes va consumiendo la despensa de comida envasada; cultiva alguna verdura, granadas y plátanos en la terraza del departamento, desde donde puede ver un edificio lindero, parte de la ciudad y el mar y atisbar corridas, camionetas chirriantes, fogonazos. Educa al perro en la escasez. Adopta un mono entrometido. Varias lesiones le desmedran el cuerpo. Agota en fuego todos los muebles, y después come crudo y frío, y sobre todo lee mucho y llena cuadernos con pensamientos y percepciones desde su atalaya; cuando se le acaban sigue estampando frases y dibujos a carbón en las paredes. Un robinsonismo al revés hace del departamento un libro de la negación. Pero afuera, la barbarie destructiva de la contra exaspera al fundamentalismo del aparato del MPLA, el mundo indistinto que acosa a Ludovica y al fin empezará a colarse, si es preciso trepando por un andamio, se define en historias que la Historia nunca representará: combatientes generosos y comisarios políticos brutales, leninistas obtusos, maestras y sanadores, militantes críticos purgados y reivindicados al arbitrio de intrigantes sectarios, contrabandistas, empresarios hormiga, músicos, poetas, videntes, ladrones, conspiradores, ilusos, imbéciles, niños aprendices de la desesperanza y la ayuda; anonadados, obstinados, muertos, más muertos y supervivientes incrédulos y soñadores animosos. Cuesta creer que sean tantos. Prácticamente en cada capítulo de la novela aparece al menos un personaje nuevo. Todos tienen nombre en esta desprejuiciada omnisciencia; todos tienen presencia y volumen. Ninguno carece de una creencia profana, una razón política, una justificación del nihilismo, un oficio, un poema o una vestimenta particular. Teoría general del olvido es un torbellino. Bien que la muevan la ignorancia del extramuros y el deseo de olvido, la centrifugadora de Ludovica no se detiene; mientras por la copa expele frases, por el vacío del fondo chupa hilos de vida de extramuros que traen tanto el espanto como la restitución (y pueden horadar un muro). Pero nada de exotismo educativo. En la dinámica de planos cortos, puntos de vista cambiantes y diálogos naturales, tranquilas imágenes (“Un fulgor de luciérnagas titila por los cuartos. Me muevo como una medusa en esa bruma iluminada”) cambian constantemente el sentido de la rotación, como cambia el de los vórtices cuando pasan de un hemisferio a otro. Nada falta ahí, ni proverbios de los pastores nkumbis ni la desaparición de todo un caserío, ni Corto Maltés, ni la farsa a lo Groucho Marx, ni Carlos Marx, ni Clarice Lispector, ni los dolores de una revolución ni cartas ni diarios ni una bolsita con diamantes. Pero nada sobra; todo se desvanece o se escurre. Un rebosante dispositivo de la insuficiencia mantiene la novela entre la narración sin fin y la parábola. Admirable.
Y lo bastante insólita para promover estas apostillas.
La compasión práctica es un principio de agencia, de mutualidad con lo cercano; una forma de lo político, mezcla de impulso, educación, experiencia y decisión que requiere suspender el juicio moral, algo que se nota especialmente en la militancia. En cambio, el sentimiento de compasión, al fin y al cabo un sentimiento, está tanto más oscuramente condicionado que uno no elige dónde depositarlo; excluye la sabiduría y la razón práctica. A mí (es el ejemplo que tengo más mano), estos días el sentimiento de compasión se me deposita por su cuenta, antes que en los argentinos despedidos, quebrados, hambrientos y ateridos (eso queda para la hora de manifestarse), en los cientos de miles de habitantes de Alepo machacados por las bombas de Putin y las tropas del criminal Al Assad. El acceso ocurre durante la lectura del diario, un ejercicio o hábito de cuyos efectos instantáneos vale más sospechar. Del recorrido analítico por las noticias internacionales uno sale propenso a concluir que —quizás desde los años del peligro nuclear— nunca ha visto el mundo peor: fundamentalismos, regreso a los nacionalismos fascistas, guerras múltiples, holocaustos de migrantes, capitalismos de Estado, gobiernos movidos por las finanzas, racismo, saña destructiva, disgregación de países en territorios autárquicos de cárteles sin otra plataforma que el enriquecimiento de los capos, crueldad publicitada y violencia de medio pelo; agotamiento del planeta y porvenir de calamidades gracias a la recalcitrante acumulación capitalista de una pirámide con vértice estratosférico. En el público, sumisión al cibercontrol lubricado por el consumo, pérdida de la capacidad simbólica y, por el uso de dispositivos y la velocidad disparatada del periodismo, embotamiento del registro psíquico de los hechos, con la consiguiente imposibilidad de cuestionar la denuncia indocumentada y el infundio.
Frente a este panorama, una reacción muy común últimamente es un deseo de encerrarse, dejando el mundo empeorado afuera, o al menos apartarse en la flaca, escrutable compañía de algunos amigos y la familia: un modo encogido de la misantropía que empieza a ser moda. Uno no quiere saber más. Pero no querer saber más no es lo mismo que querer olvidar. Entonces, con la impertinente asistencia de la memoria civil, se dice que, si tal vez hace cuarenta años la civilización no estaba menos enferma, gracias al poder de los países socialistas (dos tercios de la humanidad) los levantamientos populares no quedaban a merced de tiranuchos o dictaduras proimperialistas. Por supuesto, ya hemos reconocido que este tipo de argumentos, como el de la salud pública o la educación igualitaria en los países socialistas, pasaba por alto tanto la paranoica represión interior de esos regímenes como su violencia expansiva o el peso demoledor de los privilegiados aparatos burocráticos. A Kurt Vonnegut le gustaba definir el estado de la humanidad con este chiste: antes de bajar la palanca de la silla eléctrica, a un asesino condenado a muerte le preguntan si quiere decir unas últimas palabras. Sí, dice el tipo. Creo que esto me va a servir de lección. De modo que uno piensa que entre casos como el de la revolución, la militarización, el arrasamiento por guerra, la expoliación y la reconstrucción primero socialista y al cabo mercadocrática de Angola (bien podría ser Nicaragua) y las calamidades de ahora, sólo hay una diferencia de grados medible en términos de armamento y de pornografía informativa. La novela de Agualusa matiza el chiste de Vonnegut. Dice (un poco a lo Freud) que si el estado de la cultura humana es la manifestación aumentada de una compulsión incurable, una repetición neurótica, el único refugio del mal de la Historia está en los otros; en eso que los otros tienen para contar dentro del intercambio de dones materiales y carencias en que puede basarse una comunidad.
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