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Esta exposición es desconcertante. Es que la idea pareciera razonable: Björk lleva años incorporando en sus discos, conciertos y videos el trabajo de artistas, cineastas y performers invariablemente interesantes; el diseño de imagen de sus producciones ha sido siempre muy deliberado. No sólo fue durante más de una década la pareja del artista Matthew Barney, sino que hizo, junto con él, una película (Drawing Restraint 9) que no es un momento particularmente memorable de la obra de ninguno de los dos, pero que incluye pasajes intrigantes. En el curso de todos estos años, en sus fases más intensas e inventivas (entre mediados de la década de 1990 y principios de este siglo) y más débiles (desde entonces), Björk ha mantenido un equilibrio eficaz entre la expresión de un imaginario muy definido y la práctica de la colaboración. De manera que ahora que la distinción entre arte elevado y arte popular va perdiendo su anterior sentido, una muestra en el MoMA parece oportuna. Pero es como si nadie hubiera querido tomarse demasiado trabajo en realizarla o los responsables no se hubieran podido poner de acuerdo a la hora de decidir qué hacer. Tal vez la distancia entre Björk y las otras divas de su esfera (Kylie Minogue, Lady Gaga) es menor que la que pensábamos. El resultado, en cualquier caso, justifica plenamente el diluvio de críticas que la vacilante propuesta ha recibido: “Una exposición que confirma la sospecha de que el MoMA piensa que tiene que montar espectáculos vacuos”, decía el reseñador del Wall Street Journal; “el monótono espectáculo del MoMA hundiéndose o, en el caso de Björk, ascendiendo a nuevos niveles de incompetencia, es un insulto a nuestra inteligencia”, el del New Yorker; “la exposición de Björk es un símbolo evidente de la ansiedad del museo por ser todas las cosas para todos, su desdén por el núcleo de su audiencia, el frecuente descuido de sus curadores y su indiferencia a la manipulación de las multitudes y las necesidades de los visitantes”, escribía la reseñadora del New York Times; y la de Art News: “Estado de emergencia: la exposición de Björk hecha por Biesenbach convierte al MoMA en Planet Hollywood”.
Noten el nombre junto al de Björk: Biesenbach. Klaus Biesenbach es el principal curador del museo bajo la gestión presente, la de Glenn Lowry, quien preside la administración que ha dirigido la mayor expansión del museo desde su fundación; expansión cuya pieza central hasta el momento es el vasto edificio diseñado por Yoshio Taniguchi (que casi nadie, al parecer, aprecia), y que ahora se dispone a demoler el elegante y vecino edificio del Museo de Arte Folk para reemplazarlo por una construcción probablemente innecesaria diseñada por Diller & Scofidio. Biesenbach, para muchos, es el emblema de lo que en el museo es sumamente difícil no aborrecer: la ansiedad por atraer la mayor cantidad de visitantes dispuestos a pagar por sus entradas el precio más alto que es posible exigirles y a moverse luego por las salas a la mayor velocidad mientras obtienen algún vislumbre de superficie pintada, esculpida, fotografiada, escrita. El número por el número, el crecimiento por el crecimiento. Que yo sepa, los miembros de aquel grupo que la reseña del New York Times llamaba “el núcleo de su audiencia” vamos allí cuando no tenemos otro remedio (porque algunos de sus departamentos siguen produciendo muestras fantásticas). Un faux pas tan evidente como el de la exposición de Björk es, francamente, lo que todos esperábamos.
Esto es lo que pasa en la muestra cuyo título es Björk: Songlines: uno hace cola en una sala de espera de paredes negras donde hay varios monitores mostrando imágenes de la artista en diferentes momentos del último par de décadas. Al final de la cola nos espera un empleado que nos da, a cada uno de nosotros, un iPhone con auriculares y nos explica qué cosa (qué “experiencia”) nos espera. Vamos a entrar en una breve secuencia de cuartos tal vez algo sombríos, nos dice, cada uno de los cuales corresponde a cada uno de los discos de Björk (pero no, por algún motivo, el último). Deberíamos quedarnos unos cinco minutos en cada cuarto, continúa, para un total de cuarenta: menos que eso, y no absorberemos todo lo que hay para absorber. Cuando entremos en uno de los cuartos, nuestro iPhone va a detectar nuestro movimiento, gracias a tecnología de punta aportada por Volkswagen (sostén financiero de la exposición) y, sabiendo dónde estamos, podrá decirnos lo que nos ha preparado. ¿Y qué tiene para decirnos la voz de una mujer que lee un texto escrito por cierto poeta islandés sobre un fondo de canciones diversas y truncadas? La historia de una niña que es todo corazón y que va evolucionando por la vida a través de las vicisitudes que pueden esperarse: extrañamiento, amor, desilusión, maravilla. La niña es Björk, no en su versión más reciente, de mujer destrozada, sino en una anterior, de criatura silvestre y dotada de una curiosa inmunidad. Pensábamos que esa identidad había quedado confinada al pasado de comienzos de su carrera; ahora, asociada a la mujer que vemos en las filmaciones más recientes, genera una sensación de fuerte inadecuación. ¿Y qué encontramos en los más bien minúsculos recintos por donde nos movemos? Pequeñas vitrinas con textos escritos a mano y otras reliquias que la artista ha ido dejando en su ascensión: las botas que usó en tal o cual concierto, la tapa de tal o cual disco, el vestido que se puso para tal o cual ceremonia, montado sobre un maniquí bastante realista. Como algunos vestidos (no muchos, diez o doce) son más bien exóticos, y algunas paredes tienen murales que representan paisajes típicos de sitios remotos en el espacio y quizá también en el tiempo, entornos de algún modo legendarios, el efecto es muy parecido al de las salas del Museo de Historia Natural donde se muestran escenas de la vida de la humanidad durante el período neolítico o reproducciones de residencias en el Egipto de Ramsés II, el Grande (el museo de cera de Madame Tussaud, o el Hard Rock Café, donde, si uno está en Moscú, puede ver alguna de las guitarras descartadas por Jon Bon Jovi, son también analogías válidas).
Todo esto sucede no en una de las salas que el museo usualmente destina a las muestras temporarias, sino en un cubo construido en el altísimo atrio del edificio de Taniguchi, lo que le da al proyecto un aire de precariedad. Björk: Songlines consiste en la secuencia de recintos que acabo de describir y en otras dos salas más grandes, a las cuales accedemos impulsados y conducidos por un breve ejército de guardias. En una, en pantalla grande, se pueden ver todos los videos de Björk, colección excelente pero muy conocida; en otra, convenientemente oscurecida y recubierta de conos negros que sirven a la vez para difundir el sonido y producir un efecto de caverna, se expone en loop el último video de todos, hecho a partir de una canción de su disco más reciente: este video muestra a la cantante en modo melodramático y un poco sin saber qué hacer en cierta grieta de la tierra (Islandia, de nuevo) donde no sabemos por qué causa ha caído. Esta parte de la muestra es considerablemente menos irritante que la otra, pero no mitiga la impresión causada por el modesto templo a la deidad modesta del que acabamos de salir. Tanto a mí como al amigo con quien estaba nos dio un poco de pena. ¿Por qué? Porque, en lo que concierne a la institución, la exposición atestigua de algo que se siente, la verdad, como desprecio: la falta de cuidado en el diseño, la escasez de las reliquias exhibidas, la voluntad de invertir tan poco capital de inteligencia, hacen pensar que los funcionarios responsables del asunto piensan que no hay por qué tomarse verdaderamente en serio, después de todo, la obra de una mera cantante. En lo que concierne a Björk (que sin duda ha participado en la preparación de esta exposición mucho más que lo que aquellos que aprecian su trabajo musical quisieran reconocer), la impresión es que la perspectiva de inscribir su trabajo en la tradición que el MoMA sigue encarnando la hubiera incitado a recurrir a los componentes más convencionales del micromundo que tan bien, en general, habita: los que remiten a la figura de la artista singular e iluminada que nos ofrece los frutos alcanzados a lo largo del camino a través del cual alcanza el conocimiento final de su destino. Dudo que hubiera muchos que sintieran sorpresa o malestar al enterarse que el MoMA iba a presentar una muestra dedicada a un artista pop; todos estábamos ansiosos por ver lo que haría en este contexto alguien tan obviamente brillante como Björk. De ahí, justamente, la decepción de encontrarnos con este ejercicio perezoso de banal hagiografía.
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