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Cuando hacia fines de febrero se inauguró Countryside, The Future, la segunda muestra de Rem Koolhaas en el Museo Guggenheim de Nueva York, el futuro se vislumbraba en el campo, ese “reino ignorado” durante décadas por más de la mitad del planeta, incluido el propio Koolhaas antes de su epifanía pastoral. Pero solo una veintena de días más tarde, cuando las calles de la ciudad empezaron a vaciarse y el Guggenheim cerró sus puertas, el futuro de Koolhaas se esfumó. Inesperado e incierto, inconsútil entre campo y ciudad, el futuro fue de pronto otro y fue hoy.
Cuesta creer que allí mismo, en el último trecho de la espiral de Frank Lloyd Wright, el joven Koolhaas había celebrado la diversidad centelleante de Manhattan en The Sparkling Metropolis (1978), una pequeña muestra colorida, documentada en un ensayo ya clásico, Delirio de Nueva York, una carta de amor a la teatralidad surreal de la ciudad, un “manifiesto retroactivo” de la “cultura de la congestión”. Desde entonces, con una mezcla de espanto y fascinación, Koolhaas auscultó como pocos el pulso de las transformaciones urbanas —la continuidad caótica de ciudad genérica, el espacio público reducido al shopping mall, el junkspace como apoteosis de la modernización— en algunos de los ensayos más penetrantes del urbanismo contemporáneo. “World = City” resumía la contratapa amarilla de su fenomenal volumen colectivo Mutaciones (2001), una ecuación categórica que anticipaba la marcha vertiginosa hacia la Urbanización Total, antes de que las Naciones Unidas anunciaran que cincuenta por ciento de la humanidad vivía ya en ciudades y que la cifra treparía al setenta por ciento en menos de cincuenta años. A la vuelta del siglo, el mundo era la ciudad.
Pero cuarenta años más tarde, cómo imaginarlo, Koolhaas, fundador de OMA y AMO, la Oficina Metropolitana de Arquitectura y su think-tank, creador de algunas de las obras más monumentales de la arquitectura urbana de las últimas décadas (la Biblioteca Central de Seattle, la sede de la Televisión Pública de Pekín, el Museo Garage de Arte Contemporáneo de Moscú, la Biblioteca Nacional de Qatar), daba la espalda a las metrópolis y desplazaba el foco al “campo”, a falta de apelativo mejor para nombrar “todo lo que no es la ciudad”. Por detrás del gesto sencillo, casi obvio, asomaba una iluminación audaz, una especie de manifiesto prospectivo de la cultura de la descongestión. Porque ¿cómo no atender al noventa y ocho por ciento de la superficie del planeta que, cegados durante décadas por las luces del dos por ciento, habíamos dejado de mirar? Y sobre todo, ¿cómo no atender al campo —la naturaleza, los océanos, los desiertos, la vida salvaje— si es allí donde los signos de la mayor amenaza a nuestro futuro —el calentamiento global— son más evidentes y sus efectos más inmediatos? “El campo”, anunciaba RK con su nombre ahora reducido a las iniciales, “es hoy el lugar donde ocurren los desarrollos más modernos y radicales de nuestra civilización”. “En 2020”, decía también, “se imponen dos tareas insoslayables: cuestionar la inevitabilidad de la Urbanización Total y redescubrir el campo como un lugar donde reinstalarnos para seguir vivos”.
Difícil imaginar cómo serán las ciudades y el campo de aquí en más, pero a principios de marzo cuando el mundo era otro y estuve ahí, el Futuro según Koolhaas era más o menos así:
Toda una provocación, en plena Quinta Avenida frente al Guggenheim, un módulo agrícola cerrado herméticamente prometía producir cincuenta mil tomates en seis meses en un microclima futurista de luces LED, un tractor Deutz high-tech comandable desde un ipad saludaba al visitante antes de entrar, y un “retrato puntillista” del campo se desplegaba ahora en toda la espiral. Frank Lloyd Wright, que odiaba las ciudades, habrá celebrado las geórgicas de RK desde el más allá. La misma fuerza de la espiral hilaba las historias desde el campo bucólico de la Antigüedad, los falansterios de Fourier o los “rediseños políticos” rurales de la Unión Soviética, Mao, Hitler y el New Deal, hasta los invernaderos hipertecnológicos de Holanda, los megagalpones robotizados del parque industrial de Reno en pleno desierto de Nevada o los incipientes experimentos de la agricultura pixelada. Y aunque más de ciento cincuenta colaboradores (incluidos el director de AMO, Samir Bantal, y estudiantes del Graduate School of Design de Harvard, la Academia Central de Bellas Artes de Pekín, la Universidad de Wageningen de Holanda y la Universidad de Nairobi) tramaron los resultados de años de investigación en un all-over de estudios de caso, infografías, films, maquetas y documentación gráfica, el mosaico global guardaba la impronta personal del propio RK, en una expansión razonada de sus entusiasmos, sus hallazgos, sus temores, su rumor mental. La muestra, de hecho, se abría con mil preguntas ploteadas en la pared, que RK habrá coleccionado en su cuaderno de notas como hoja de ruta de su éxodo rural. El repertorio era infinitamente variado, rapsódico y caprichoso, por momentos el fluir de la conciencia de una incertidumbre radical (“¿Evitar el desastre es la última misión de la humanidad?”), una reconversión de la arquitectura (“¿Podemos reacondicionar / rehabilitar / remodelar / restaurar / reconstruir / reparar la historia?”), un discurso del método antes del método (“¿Se puede describir una situación a través de las preguntas que inspira?”, “¿Se pueden elegir algunos casos de manera tal que ese conjunto pueda implicar el todo?”), y un módico salto de fe (“¿Sólo nos queda la retórica apocalíptica?”). Porque, aunque RK rehuía de la retórica apocalíptica, la clara conciencia de un punto de no retorno asomaba aquí y allá: “¿Por qué abrazamos la Economía de Mercado en el preciso momento en que la ciencia nos alertó sobre el cambio climático? ¿Abrazamos la Economía de Mercado porque no queríamos atender al Gran Relato? ¿El calentamiento global es un Gran Relato demasiado grande?”. Más de una pregunta entre las mil, si vamos al caso, se leen hoy como profecías autocumplidas: “¿Racionaremos los viajes muy pronto?”, “¿Nuestra condición por defecto será la exclusión?”, “¿Por qué abandonamos la idea de una salida o una vuelta atrás?”.
Pero mirado ahora en perspectiva, el Futuro de Koolhaas, si cabe la paradoja, parece haber llegado demasiado tarde, cuando habrá que empezar por reconstruir la vida urbana sobre los escombros inmateriales que un vendaval inesperado habrá dejado en las ciudades. Aun así, convendría tomar nota de las luces y las sombras del otro noventa y ocho por ciento que el recorrido de Countryside apuntaba en la espiral, para cuando volvamos a mirar el campo desde la ciudad, quizás menos indolentes frente a una amenaza mayor, más duradera y letal.
Del lado de las sombras, la lenta conversión de la naturaleza como espacio del ocio contemplativo y creativo en las culturas milenarias, a negocio consumista del wellness y el fitness, una industria global de 4,5 trillones de dólares, que sembró el campo de spas de lujo, turismo ecológico y casas de retiro espiritual. Y todavía más sombría, la acelerada reducción de la diversidad del mundo natural, con un millón de especies al borde de la extinción. En las regiones menos visibles del globo, la escala del descalabro es aún mayor. Countryside viaja hasta el Instituto Melnikov de Permafrost de Yakutsk, en Rusia, el mayor centro de investigación del permafrost, para comprobar que el derretimiento acelerado de la capa de suelos permanentemente congelados (un cuarto de la superficie del hemisferio norte) no solo obligará al desplazamiento de millones de habitantes de las zonas bajas y costeras del planeta, sino que podría liberar emisiones de 1,6 trillones de toneladas de carbón, duplicando la cifra actual de la atmósfera.
Pero sin eludir las señales de alarma que la ciudad se empeña en ignorar, el retrato “puntillista” de Koolhaas alumbraba sobre todo las historias de “progreso” en el campo, los “experimentos” felices de la vida rural, pinceladas de colores vibrantes que alientan una módica esperanza. Proyectos renovadores en poblaciones rurales de China o Kenia, por caso, con infraestructura modernísima y redes fluidas de conexión, como una alternativa exitosa a la perpetua migración a las ciudades hiperpobladas; o pequeñas comunidades disidentes, como los anarquistas de Tarnac, en Francia (autores de La insurrección que viene del Comité Invisible) y los activistas ambientales de los bosques de Hambach, en Alemania. Y más: contracara feliz de la tragedia de los migrantes, Riace y Camini, dos pequeños pueblos del sur de Italia casi abandonados hace una década, reviven repoblados por refugiados africanos y asiáticos, convertidos en coloridos villaggi globales, en los que las mujeres sirias fabrican jabón de Aleppo y los ceramistas de Eritrea comparten sus saberes artesanales con los calabreses. También el puro campo agrícola es otro, irreconocible, en los megainvernaderos industriales de Holanda, o en las Grandes Llanuras de Estados Unidos y Canadá: cultivos a gran escala, supervisados por satélites y drones, con sensores y algoritmos que permiten “perfeccionar” las condiciones naturales, con la cantidad óptima de semillas, fertilizantes y pesticidas. Basta ver unas imágenes aéreas de Westland, más surreales que el skyline de Manhattan: el invernadero industrial contemporáneo como “euforia cartesiana”, “naturaleza sintetizada y esencializada” “un sistema cerrado que contiene todos los ingredientes esenciales para la vida y ninguna de sus redundancias”.
En alguna de las escalas, sin embargo, el futuro de Countryside se acerca a la escenografía sombría de las distopías futuristas. Hacia el final del recorrido, el propio Koolhaas, de espaldas, observa en una foto el paisaje desolado de Reno, Nevada, que muy pronto se convertirá en la fantasmagórica ciudad industrial TRIC (Tahoe Industrial City), apéndice remoto de las centrales de Google o Tesla en Silicon Valley, con galpones de dimensiones colosales que no cabrían en ninguna ciudad, sin contexto y sin entradas, regidos por códigos y algoritmos, sólo habitados por máquinas. Con la misma mezcla de espanto y fascinación con que observó las mutaciones urbanas, Koolhaas, el arquitecto, mira ahora el “grado cero” de una nueva arquitectura poshumana: “Su tedio es hipnótico, su banalidad, flagrante… un nuevo sublime”.
Pero ahí mismo, en la última vuelta de la espiral, las imágenes coloridas de las granjas pixeladas de la Universidad de Wageningen, en Holanda, ofrecen un paisaje menos monótono y más alentador. En pequeñas parcelas de no más de medio metro, jóvenes agroecólogos cultivan repollos, papas, cereales y remolachas en granjas monitoreadas por robots y comprueban que la convivencia de los cultivos estimula el crecimiento, reduce las pestes y, contra los estragos del monocultivo, recupera el equilibrio ecológico. Tradiciones nativas de la agricultura maya o amazónica, saberes interdisciplinarios de agrónomos, ecólogos, biólogos y entomólogos, modernísima tecnología y hasta escarabajos monitoreados “invitados” a vivir en los píxeles para contribuir al control de plagas se combinan en un rediseño radical de una práctica milenaria. En la variedad exuberante de las plantaciones, el intercambio simbiótico de las raíces y la comunidad pródiga de las especies (“urbanismo de la vegetación”, lo llama RK), la “naturaleza perfeccionada” regala una metáfora que cierra el recorrido con la ilusión de un mundo mejor.
El tractor Deutz de la Quinta Avenida debe estar ahí todavía, como una coda imprevista a los “delirios de Nueva York”, y el módulo agrícola de luces LED seguirá impávido produciendo sus tomates. Pero las ciudades ya no centellean y pagan caro un crecimiento ciego que fuga hacia adelante y no repara en daños. En el prado verde del Central Park, remedo ilusorio del campo en la ciudad, cuesta creerlo, hay hoy un hospital de campaña.
Imagen: fotografía de Juan Arredondo.
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