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35 sonetos ingleses

Fernando Pessoa

OTRAS LITERATURAS

Están quienes quieren ver en su obra el trazado de un círculo armónico; el premeditado, ininterrumpido denuedo por fraguar una posteridad arrumbada en un baúl fuera del tiempo. Y si bien no era ajeno al compás y la regla del designio de los astros (hasta le corrigió un horóscopo al ocultista Aleister Crowley), quienes así opinan desconocen que todo juicio sobre Fernando Pessoa es, por naturaleza, provisorio. Nada en él admite la fijeza. Del racimo de personalidades que disgregó en vida y cuya totalidad aún hoy se desconoce, no menos enigmática resulta aquella que firmó con nombre propio. Después de todo, concebía la personalidad como una máscara que vela el vacío de ser. Había escrito: “Siento que soy nadie salvo una sombra”. Una de esas máscaras consistió en vestir los ropajes de un poeta isabelino, Shakespeare por caso, y urdir sonetos en pulidos pentámetros yámbicos.

Aunque el título resulte engañoso, 35 sonetos consta de algo más que un conjunto de piezas sueltas. Se trata de un trance meditativo que parte de aceptar la imposibilidad de aprehender tanto la identidad del otro como la propia (“Ni al hablar o escribir, ni en la mirada / nos mostramos jamás: nuestra conciencia / ni en voz ni en libro puede ser cifrada. / Revelamos tan sólo una apariencia”), para luego dar prueba de la distancia insalvable de lo real (“Sólo sombras vemos”). El poeta se lamenta de que la rutina obture la tarea reflexiva (“¿Cómo voy a pensar, a decidirme, / cuando la prisa del vivir diario / no cesa de acuciarme y oprimirme, / en un mundo febril y necesario?”), pero también del ocio que supone aplazar indefinidamente (“Siempre soñando hacer, en la engañosa / lasitud de una acción que no se hace”). La reflexión, después de todo, sólo asegura “un simple reflejo, donde luz no cabe”. El contraste lumínico es frecuente; la iluminación última, inalcanzable. Incluso si el poeta atisba vislumbres de otra realidad, o si así lo intenta, el final de su búsqueda revela que no hay final, el mundo es un baile de máscaras en un inapelable eterno retorno de lo mismo. La máscara de Pessoa, por lo pronto, gasta pinceladas de Nietzsche y Schopenhauer en un molde shakesperiano.

La encomiable traducción de Esteban Torre apela a reemplazar la estructura de tres serventesios y pareado final propia del soneto isabelino por la de dos serventesios y dos tercetos. Y si bien de esta manera evita el “latiguillo acústico final” ajeno a la tradición hispanoamericana (“las convenciones métricas son inseparables del espíritu de la lengua a la que se traduce”, sostiene el traductor en el prólogo), no menos cierto es que tuvo, en sonetos de Borges y sobre todo en los de Shakespeare traducidos por Andrés Ehrenhaus, notables excepciones. El propósito es “que puedan ser recibidos por el lector español, no como traducciones de una lengua extranjera, sino como si primitivamente hubieran sido escritos en la lengua española”. Y esto se consigue en prolijos endecasílabos, sin descuidar el ritmo ni la rima (la versión original en espejo permite cotejarlo). Una versión rigurosa que incurre en felices desvíos. La edición de Leteo se completa con una cronología escrupulosa, la carta sobre la génesis de los heterónimos, fotografías, ilustraciones y un mapa de Lisboa que detalla los sitios que el poeta solía frecuentar. Loable tentativa de cartografiar esa pluralidad inabarcable que fue Pessoa.

 

Fernando Pessoa, 35 sonetos ingleses, traducción y prólogo de Esteban Torre, Leteo, 2020, 160 págs.

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