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De no creer. Una conversación sobre El ensayo

DISCUSIÓN

Aunque el comediante canadiense Nathan Fielder aterrizó en la televisión como guionista de un programa de caza de talentos, Canadian Idol (versión vernácula de American Idol), levantó vuelo a un ritmo vertiginoso. Su inimitable sello propio se fue afinando en la serie documental Nathan For You (2013-2017), The Curse (2023) y también en How To with John Wilson (2020-2023), un experimento televisivo aún más inclasificable que produjo para HBO. Pero The Rehearsal [El ensayo], la serie creada en 2022, y sobre todo su segunda temporada que acaba de terminar, dio un salto conceptual y formal que fue más allá de los límites de la pantalla y elevó el género a otras alturas. El último capítulo dejó a la audiencia alelada, como frente a una aparición. Tanto así, que Jorge Carrión pensó que no bastaba con intercambiar unos lacónicos whatsapp transatlánticos en estado de shock. ¿Por qué no intentar argumentar el entusiasmo de a dos, por mail, a la distancia? Pero ¿por dónde empezar? Como corresponde, lo que sigue son sólo ensayos de respuestas.

 

Jorge Carrión: Yo diría que lo primero es la conciencia de que hemos visto una obra maestra inesperada. La primera temporada de El ensayo ya fue extraordinaria, pero la segunda es otra cosa. Es superlativa, es histórica y es… un reality show. O, al menos, tiene ese aspecto, trabaja con esa forma, la de la telerrealidad, una forma que hasta ahora, que yo sepa, no había dado lugar a ninguna obra maestra, al menos en el campo de la propia televisión. Quizá sean precisamente esos materiales, en principio ajenos al dominio del arte, los que le permiten a Nathan Fielder llevar a cabo una operación tan sofisticada, tan asombrosa, tan virtuosamente artística, que relaciono con la polisemia en español del concepto ensayo. La serie se titula The Rehearsal, que remite a la práctica actoral de preparación de un espectáculo, de una función, y se puede aplicar por supuesto a la vida cotidiana (todo es, de un modo u otro, metateatro). Pero en nuestro idioma encontramos también el eco de Montaigne y sus Ensayos; e incluso el de los experimentos de un laboratorio. Es una serie que experimenta con fórmulas contraintuitivas, que ensaya literariamente en un guion con muchos planos, con muchas capas de sentido, que se van entrecruzando, y que encuentra algo nuevo, gracias a la voluntad de llevar hasta sus últimas consecuencias un concepto filosófico, el ensayo, y una estética, la de la comedia documental con ópticas y texturas de telerrealidad.

Graciela Speranza: Es cierto. Lo primero es la conmoción frente a algo que no hemos visto nunca antes. Una mezcla de sorpresa, desconcierto, gracia y hasta euforia, que frente a El ensayo se fue intensificando con los desvíos cada vez más inesperados de la segunda temporada, hasta llegar al salto imprevisible del último capítulo. No sucede muy a menudo frente a la pantalla y produce hasta un efecto físico, como de embriaguez, una fuerza contradictoria que nos pega a la imagen (“Nunca vi lo que estoy viendo y me fascina”) y al mismo tiempo nos distancia con curiosidad analítica (”¿Qué es?”, “¿Cómo está hecho?”, “¿Qué busca?”). Pero no sé si la calificaría de “obra maestra”, que a esta altura ya es casi un género con sus propias reglas del que quizás, con su hibridez, su delirio, sus excesos, su genio, su extravagancia, El ensayo despreocupadamente se aparta. Prefiere, es cierto, la forma informe del “ensayo” en todas sus acepciones. Y la libertad del “experimento”, en el doble sentido de búsqueda artística “experimental” (una calificación por algún motivo ya casi en desuso) pero también, de modo más literal, del ensayo-ficción como laboratorio de la vida. En la vida no hay borradores, decía Ricardo Piglia, y la ficción regala la ilusión de aprender con la experiencia de otras vidas posibles. Fielder multiplica los borradores y, con la varita mágica de la producción de HBO, los lleva a una escala real inconcebible. Ficciones reales. En esa paradoja reactivada hay una clave, ¿no? En sintonía con mucho arte de hoy, ya no se trata de representar lo real, sino de reconstruirlo.

JC: Yo sí creo en la obra maestra y, con permiso del maestro Piglia, creo que la obra maestra ocurre sobre todo cuando su autor no utiliza los recursos, las estructuras que asociamos con ese posible género. Y lo interesante es que David Simon y Ed Burns hicieron su obra maestra, The Wire, hace veinte años, trasladando al ámbito televisivo las formas, la ambición del mejor cine y de la mejor novela, como haría después Matthew Weiner en Mad Men. Las obras maestras de las series siguen ese camino, esos códigos. Fielder, en cambio, opta por otros. Aunque la docuficción provenga del cine, aunque su modo de crear ensayo sea muy Montaigne, él empieza su proyecto en clave teatral (la tradición de Beckett y Pirandello, que en cine es la de Bergman) y de autoficción (a lo Fleabag), en un molde documental, pero su operación final es puro arte contemporáneo. En esa tradición, hay pocos ejemplos televisivos. Uno de ellos es I Love Dick, la serie de Joey Soloway y Sarah Gubbins a partir de la novela de Chris Kraus, no en vano de la misma creadora de Transparent, que también mezcla la poesía con la performance. Pero Fielder va muchísimo más allá. Perfecciona su propia artesanía y la potencia adquiriendo otra, en el campo de la aviación. Me recuerda al artista argentino Fabio Kacero apropiándose literalmente de la caligrafía de Borges, hasta ser capaz de escribir de nuevo Pierre Menard; o al cineasta español Oliver Laxe aprendiendo el oficio de bombero para poder rodar O que arde desde el interior del bosque en llamas. La caligrafía y el incendio no estaban en el manual de instrucciones para llegar a la obra maestra. Por eso, precisamente, pueden lograrla.

GS: Entiendo, pero precisamente en el caso de El ensayo ya la idea de ensayo me parece contraria a la “maestría” e incluso a la ambición de “gran obra” que sin duda hicieron de Los Soprano y The Wire dos clásicos pioneros de las nuevas series de nuestro tiempo. Basta verlo a Nathan Fielder (o al personaje Nathan Fielder, ¿cómo saberlo?), una suerte de creador torpe, antisocial, limitado, antiheroico, si vamos a otra figura clásica. En la serie no hay más que tanteos, ensayo y error, experimentos, y en uno de los capítulos él mismo duda de los resultados de su propio método pedagógico para actores, el “Método Fielder”. De ahí la sorpresa, el shock del último episodio (¿admitimos los spoilers?): ¿cómo imaginar que él mismo podría pilotear un 737 y convertirse en una especie de remedo impensable de Sully (cuya vida estudia y “reconstruye” en uno de los capítulos más surreales de la serie), el heroico piloto real que Clint Eastwood llevó al cine como una ficción prototípica del héroe americano? Y aunque Fielder tiene un aire de familia con su amigo John Wilson, a quien le produjo ese ovni genial de HBO, la serie How To with John Wilson, es de esos creadores inimitables, inclasificables, irreductibles a una fórmula. Como Fabio Kacero, es cierto. O Eduardo Navarro, que ensaya “ser” tortuga o foca. O César Aira y su continuo de novelitas. De ahí que nos cueste tanto precisar lo que hace y sobre todo cómo lo hace, un desafío muy inquietante para el espectador y estimulante para la crítica. Pero obra maestra o no, es clara la impronta conceptual que antes que a los reality shows o a otras series documentales, lo acerca a la performance o las “reconstrucciones” del arte contemporáneo que Hal Foster detectó hace ya unos cuantos años, en una relación más sutil y más compleja de lo real con la ficción, en las que el artificio, el destello utópico de la ficción, puede ponerse al servicio de lo real para volverlo más real. Parece una caracterización muy abstracta, pero resulta muy clara si pensamos en un arco que puede ir de las investigaciones y producción de pruebas de la agencia Forensic Architecture (y hay algo de eso en la investigación sobre la aviación de la segunda temporada de la serie), las maquetas imperfectas que fotografía Thomas Demand o algunos videos de Hito Steyerl. Pero habría que ser justos. En esa dirección, Residuos (2007), la novela de culto del británico Tom McCarthy (un escritor decididamente “experimental” en franco diálogo con el arte contemporáneo) es precursora. La obsesión del protagonista por reconstruir perfectamente momentos de su vida en busca de la “autenticidad” es muy similar, aunque el protagonismo del propio Fielder en los ensayos de la serie y cierto afán conductista del experimento consigo mismo lo alejan de la violencia patológica en que deriva el personaje de la novela y también de la clara manipulación de los actores típica de los realities.

JC: Estoy muy de acuerdo en que la reconstrucción absurda de la vida de Chesley “Sully” Sullenberger (a mis ojos, para siempre, Tom Hanks) es la clave para entender la temporada. Está muy bien visto el eco con la metodología y la estética forense de Eyal Weizman y su equipo, porque estamos en esa sintonía, aunque no lo parezca. Me fascinó ese momento en que, después de depilarse para encarnar a Sully bebé y de dejarse inundar de leche supuestamente materna de una marioneta gigante, Fielder empapela literalmente una habitación con las páginas subrayadas con rotulador fosforescente de la autobiografía del piloto que aterrizó en el río Hudson. Es una instalación. Es una forma de visualizar que se mete en el cerebro y en la vida de su personaje, su ídolo, su referente. Pero no me negarás que el hecho de que la conclusión de ese episodio, la importancia de la canción “Bring Me to Life” de Evanescence en el acto heroico, en el uso del río Hudson como pista de aterrizaje de emergencia, se engarce con el final de la temporada, a través de una interpretación kitsch de la ganadora del concurso de actuaciones, no es un detalle de artesanía superlativa: ¡de obra maestra! Hace mucho que las obras maestras se esconden detrás de una máscara hecha con improvisación, precariedad, autoficción, dudas, materiales pobres, ensayos. La literatura de la reconstrucción arqueológica del propio pasado o del pasado colectivo, que incorpora mecanismos también del arte contemporáneo, por otro lado, es un tema fascinante. Pienso, además de en McCarthy y en las novelas sobre parques temáticos retrospectivos, en la nouvelle de Mercedes Cebrián La nueva taxidermia (2011), en que la protagonista reconstruye con fidelidad espacios de su propia vida, con lo que llama “cartón piedra espaciotemporal”; o en Las tempestálidas (2020), de Gueorgui Gospodínov, cuyo tema es la memoria, su topos es una clínica para enfermos de alzhéimer y su modus operandi es la reconstrucción pormenorizada de escenarios de la vida de sus pacientes. El museo es el marco de referencia de ese tipo de intervenciones. En ese episodio, el tercero, “Pilot’s Code”, el giro es asombroso, porque no parte del museo, sino del reenactment, la recreación histórica (¿recuerdas el episodio de House of Cards en que Frank Underwood habla con su tatarabuelo, es decir, con el actor que lo encarna en una recreación histórica?). En toda la serie, Fielder inserta videos domésticos de su propio pasado (Nathan, mago adolescente; Nathan trabajando en Canadian Idol; Nathan pilotando aviones), pero ahí lo que hace es rebobinar un pasado ajeno, mediante la caracterización radical y ridícula, y con marionetas y mecanismos del absurdo. De ese modo, con ese método (en el que sí triunfa), consigue entender profundamente al objeto de su estudio (a través de sus AirPods). Eso nos lleva, quizá, al tema profundo de la serie: la empatía. Como necesidad, como desafío. Ser padre; ser otro; ¿ser autista?

GS: Concedo, sí. La instalación de las páginas de la biografía de Sullenberger subrayadas y el efecto doble de “Bring Me to Life” de Evanescence son ideas de puro genio, como también la coreografía de decenas de extras que imitan los movimientos de un piloto en otro experimento conductista de los ensayos y tantos otros momentos prodigiosos. Y es en ese capítulo, tenés razón, donde el género comedia se eleva, la serie se abisma, y la reconstrucción a primera vista absurda de la vida de Sully abre otro camino. No son simples ocurrencias ingeniosas. Como Madame Bovary, Fielder cree lo que lee, pero da un paso más. Porque para poner a prueba la verdad de esa frase que ha subrayado en su biografía (“Mi vida entera me hizo llegar a salvo a ese río”), tiene que actuarla, tiene que encontrar la manera de ser Sully, como Eduardo Navarro (con muchos menos recursos) tiene que inventarse un traje de foca para ser foca y poder alimentar a una foca bebé, o encontrar la manera de “ser” tortuga. No quisiera que suene muy grave, pero creo que hay una metafísica aplicada en esos experimentos. Y quizá toda la temporada, toda la investigación sobre cómo una mejor convivencia de los pilotos podría evitar accidentes aéreos es finalmente una alegoría de un ensayo mayor: “cómo vivir juntos”, para ponerlo en la fórmula de Barthes, empezando, como decís, por la empatía. Pero dije en algún momento “verdad” y ahí rodeamos quizá el meollo de la serie y la transformación del género: los límites cada vez más difusos entre lo verdadero y lo falso, la realidad y la ficción. Y sólo para acercarme: en la era de las fake news, no es un efecto menor de la serie que siempre dudemos de si lo que estamos viendo es real o no. Pongamos el ejemplo más extremo: ¿¿¿realmente el propio Fielder está piloteando un 737???

JC: Pues, según parece, es cierto. Es piloto. Y fue capaz de llevar a cabo aquel vuelo. Y sigue sintiéndose muy bien en la cabina, sobrevolando el mundo. Si hubiera sido todo una operación de ilusionismo, habría sido coherente con su trayectoria como mago aficionado y parte de la historia de la magia y no sólo de la televisión; pero su performance ha enriquecido la historia del arte contemporáneo, creo, además de la televisiva. En cualquier caso, estoy de acuerdo en que empieza con esa voluntad de explorar el espacio común, de aportar un grano de arena a la seguridad, la convivencia, con su exploración de la siniestralidad aérea; sin embargo, después de ensayar la comparecencia en el Congreso (encadenando eslabones muy inesperados, como el autismo, el político que lo recibe en su despacho y confunde Canadá con Alaska o la tradición de cómicos que han comparecido antes que él, entre ellos Seth Rogen, compañero generacional, autor de The Studio, una gran comedia que ha tenido la mala suerte de ser estricta contemporánea de la segunda temporada de El ensayo), el giro de guion del último episodio redirige todo el proyecto desde lo colectivo hacia lo individual. Al final, se trata de un cómico que se convierte en piloto; de un artista que lleva a cabo su obra definitiva; de un hombre que se sabe extraordinario y se niega a un diagnóstico. En ese sentido, la serie es políticamente problemática. No tanto por ese giro, que se justifica en la grandeza, como por el hecho de que estamos en el contexto de Trump, se están produciendo más accidentes aéreos en Estados Unidos por cuestiones estructurales, y Fielder defiende la responsabilidad individual, de los pilotos y sus problemas de salud mental, en vez de atacar el sistema y a sus responsables políticos. Parece una maniobra para escapar del yo, de la autoficción solipsista, pero fíjate que el equipo de guionistas sólo aparece en los títulos de crédito. Se les niega el protagonismo. Como al copiloto, que podría haber tomado los mandos del aterrizaje o del despegue finales. Tampoco sabemos los nombres de los quinientos voluntarios que ayudaron a Francis Alÿs en Cuando la fe mueve montañas a realizar su desplazamiento geológico, su pequeña utopía. No podemos escapar completamente del ego, ni siquiera en proyectos colaborativos, como una serie de televisión o una performance colectiva.

GS: Y sí, parece que es cierto que es piloto, y ya hubo quien chequeó su licencia y el registro del vuelo para certificarlo. Pero a los fines de precisar qué es lo que hace la serie con los límites hoy muy frágiles entre lo real y la ficción, creo que lo que importa es la puesta en duda. Volvamos a traer al maestro Piglia que, a propósito de las novelas de Roberto Arlt, decía que la ficción es la posibilidad de hacer creer. Y quizás lo más característico de la redefinición de la ficción en El ensayo (pero ya también en su primera serie, Nathan For You, en la que creó una réplica perfecta de Starbucks, Dumb Starbucks Coffee, que fue noticia en todo el mundo) es ese no se puede creer: llevar al límite nuestra capacidad de creer lo que vemos por la desproporción de los recursos reales para ponerlo en escena, realizarlo. Ese exceso, esa desproporción, que va mucho más allá del falso documental, es un gran recurso para volver a poner la pregunta sobre lo real en el centro, como una suerte de propedéutica. Porque si las fake news inundan los medios de comunicación y las redes, si en el mundo virtual la inteligencia artificial ha vuelto muy sencillo producir perfectos y muy creíbles videos, imágenes y noticias falsas que hasta usan indiscriminadamente los gobiernos, Fielder propone lo contrario: sólo la dificultad, la trabajosísima puesta en escena real y material (que en esta temporada lleva a un largo aprendizaje y un riesgo fenomenal) puede realmente poner hoy a prueba nuestra capacidad de creer. Y vuelvo a la fórmula de Hal Foster: ficciones reales: alternativas a los “hechos alternativos”, como alguna vez llamaron cínicamente a las noticias falsas los funcionarios de Trump. Y creo que también allí se juega la eficacia política de la obra. Porque Nathan Fielder no es Forensic Architecture, que presenta el resultado de sus investigaciones ante tribunales judiciales internacionales, las Naciones Unidas o en un museo de arte. Es un comediante que ha creado una forma propia. La proeza individual que no se puede creer en una comedia televisiva es probablemente indispensable para que también la investigación real sobre los accidentes aéreos tenga impacto y visibilidad. Cierto que no ha denunciado a Trump, pero habrá sembrado la preocupación sobre la seguridad aérea en la TV (¡en HBO!) en muchos más espectadores que los que podrían convocar todos los artistas y escritores que hemos nombrado.

JC: En efecto, hay que pensar en formas de posficción para contrarrestar en la medida de lo posible la proliferación de la posverdad. Y apoyar esa posficción, esa ficción de lo real, con presupuestos como los que ha dedicado HBO para generar canon una vez más, al tiempo que lograba —supongo— que Nathan Fielder convirtiera en una estructura narrativa y artística el logro de haberse convertido en piloto (no hay otra manera de pensar el proceso artístico: primero decidió ser piloto y lo consiguió; después, encontró la manera de transformar esa realidad en el efecto de la magia, gracias a las historias de la aviación aérea y a las memorias de Sully, ¿no?). Hablando de lo post, de lo posterior, de lo que viene después: ¿qué ha pasado en todo ese proceso con la comedia? El episodio final tiene el pulso de la emoción trágica, del suspense. Hay pocos detalles cómicos (uno, excelente: el actor que pide una Pepsi). Yo diría que el posthumor, la postcomedia se formalizan de un modo extremo en esta temporada. Fielder nos revela que después del humor, después de lo cómico, después de tantos ensayos, lo que encontramos es la vida. Sabes que me obsesiona nuestra relación con los otros, biológicos y artificiales, y que mucho antes de escribir una novela enunciada por una inteligencia artificial del futuro escribí otra sobre la verdad que hay en los personajes de ficción. Tal vez el tema universal profundo de El ensayo sea la otredad y su porosidad. La comedia se confunde siempre con la tragedia, su reverso. Y viceversa. Y en cada uno de nosotros convive su otra actriz, su otro actor. Además de todos los seres de ficción que nos ha modelado, que nos han constituido. La escena en que Nathan ensaya mentalmente el aterrizaje que se le resiste, en una silla o un sofá de su casa (con los gatos al fondo), me ha recordado a mis hijos con cinco o seis años, repitiendo palabras o canciones, en voz baja, mientras caminaban por la calle de mi mano, para adquirir lenguaje, para practicar memoria, para ir siendo lo que iban a ser. Esos primeros ensayos cotidianos.

GS: También la comedia acaba virando a otra cosa, es cierto. La escena del payaso con la pierna atrapada bajo un auto pidiendo ayuda resume bien el dilema del comediante. Si te pasaste la vida haciendo reír a los demás, piensa Nathan mientras observa cómo todos se ríen y nadie se acerca a ayudarlo, es difícil que te tomen en serio. Como si el comediante estuviera condenado a un “déficit de credibilidad”. Creer o no creer otra vez. Pero está claro que en El ensayo, como también en How To with John Wilson, en algún momento del desvío disparatado que hace reír, el tono cambia sutilmente y se vuelve hondo y melancólico. Pero ¿no es siempre así en la buena comedia? Me acordé ahora de “Smile”, la canción que Chaplin compuso para el final de Tiempos modernos, en la extraordinaria versión de Rickie Lee Jones. Canta “Sonríe” una y otra vez con la voz cada vez más quebrada y dolida. Te la regalo.

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