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Durante décadas del siglo XX las tribus de la poesía atesoraron voces de poetas en discos y casetes (de Dylan Thomas a Lezama Lima), bien para capturar leves inflexiones, acentos, continuidades, silencios, una presunta intimidad cifrada en la escansión, bien por el placer de abstraerse en un sonido argumental. La irrupción de Internet, con la posibilidad de leer un poema y escucharlo en seguida por el autor, alentó el supuesto de que cada poeta recita un poema siguiendo algo así como la melodía que lo guió al escribirlo. Y si bien muchos narradores también escriben para que se escuche, y aunque hay formas de recitar simpáticas, apostróficas, marciales, deportivamente monótonas y más, no deja de hablarse de la música de la poesía. Eso está aceptado, y hace rato. Pero ahora la concepción no es la misma. Desde los tiempos de Verlaine la noción de música se ha vuelto muy maleable; hoy se habla más bien de ritmos, que engloban las palabras y la vida (la del cuerpo sobre todo). El recitado en terreno se populariza, acepta su parte de espectáculo y se propone seducir o movilizar, sin falsedad pero no sin una estrategia de distancia y cercanía con el oyente. Sin embargo en este plano, como si los nuevos poetas no hubieran aprendido de los grandes cancionistas-narradores, por lo general los versos siguen siendo rayos del eje de un sujeto: les voy a hablar de mí. Pero hay otra escuela. De esa es Kate Tempest, y es otra cosa. Toda vida de la ciudad contemporánea está determinada por el rincón de nacimiento, sí, pero miedo y esperanza, ambiciones y fantasías, dignidad y bajeza se superponen en todas y en los relatos londinenses de la poesía de Tempest conviven con la invocación a recuperar el afecto: a “tener las agallas de amar”, dice ella. Pero nada de proclamas. Tempest se propone elevar la vida corriente, su ajetreo entre la satisfacción denigrante, el deseo atávico y el cálculo, la exigencia de mérito, el fracaso, las privaciones y las sañas a la altura (retórica) de mitología. Ofrece el mito como forma de inteligencia común, artificio de ordenamiento y prospecto para asimilar el caos. Sus poemas son narración musical. Tempest (nacida Kate Esther Calvert en 1985 en Brockley, un barrio del sur de Londres) escribe épicas de gente perdida en tiempos viles con la misma unción vehemente con que las recita en estrados barriales o transforma salas de teatro en templos pasajeros. A la zaga de los juglares iracundos del hip hop —que había salvado al pop de la consunción del rock—, ya en los años ochenta y noventa del siglo pasado muchos poetas habían empezado a cambiar el modo de recitarse y convocar audiencia. Durante la década de los 2000, Tempest estudiaba literatura en la universidad mientras se fogueaba como rapera barrial, y a poco grababa dos álbumes, Balance (2011, con el grupo Sound of Rum) y el premiadísimo Everybody Down (2014). En dos discos más, Let Them Eat Chaos y The Book of Traps and Lessons (2019), el arreglo musical pasó a ser una discreta base de ritmos y sonidos muy variados a medida que ella se inclinaba hacia el spoken word —un género más espacioso y heterodoxo—, trabajaba con la Royal Shakespeare Company, publicaba una novela y dos libros de poemas, recibía por el poema largo Ancianos relucientes (Brand New Ancients, editado en español por Caleta Olivia) el Premio Ted Hughes a la innovación poética, lo representaba —mezcla de escritura dramática y partitura pulsátil— en cuatro países y estrenaba tres obras de teatro. Ahora, a los treinta y dos años, lleva a públicos de todas clases y gustos a un trance poético que los enfrenta con sus dobleces y los apremia a transformarlos en gestas. A Tempest le disgusta que aceptemos el hundimiento como si fuera destino. Como Patti Smith, como Laurie Anderson, sabe que sólo el lenguaje puede cambiar la mirada; no piensa regalarles el patrimonio de la gran tradición a los bien ilustrados (ni el del conocimiento, ni el de la grandeza), pero trae del hip hop el pie dislocado sobre una base rítmica insistente, el verso corredizo que increpa, rabia y apela y se estremece. Un periodista inglés de espectáculos dijo que el atractivo de Tempest reside en los codos; que como todos los performers criados en el hip hop, combina el aleteo de los brazos con un meneo instintivo, y a menudo enfatiza ciertos pasajes disparando un dedo hacia el suelo o apartándose un mechón de la cara. Puede ser, pero nada la diferenciaría del pelotón si esa gestualidad no se acoplara en los versos con las vidas de sus personajes: monotonía, golpes y errores, desamor, fantasías inducidas, desquite criminal, rendición al miedo, ansias de liberación. Tempest, rizos rubios de querubín sobre cachetes para pellizcar, pecosa de mirada brillante, se dobla un poco bajo el peso de lo que cuentan sus poemas; y tanto si uno los escucha como si los lee —y más si los lee— siente que, ya a punto de quedarse sin aire, ella toma un segundo aliento, se levanta y llama a mudar de imaginación como se muda de piel y mirar desde otros ángulos un horizonte que parecía negro de tan vacío. “Siempre ha habido codicia y / corazones rotos / y valentía y amor y / pecado y redención… / Todos los dioses están acá. / Porque los dioses están en nosotros. // Los dioses están en las casas de apuestas / los dioses están en el bar / los dioses están fumando faso en el fondo… / los dioses están en el médico / necesitan alguna cosita para el estrés… / los dioses no pueden parar de chequear Facebook en los celulares… / los dioses nacen, viven un rato y luego les toca morir… // Así que elegí uno… // Ahora concentrate”. Fin de la invocación. Un cambio de pulso y empieza el relato: “Es el anochecer de un día de semana, / los chicos gritan y pelean / en la calle, los autos bajan la velocidad en los semáforos y los jóvenes les silban a las chicas y reciben insultos. // Abrí la perspectiva despacio, retrocedé. // Aquí esta calle, este pasaje, esta casa, / Kevin se mueve lentamente, / el plato ya en la mesa, / sirve una stout de la botella, / a punto de comer lo vemos mirar la silla vacía. / ¿Dónde está ella? No está ahí. / Él mira el reloj, se encoge de hombros, / baja la mirada hacia los huevos con tostadas… / La foto en la repisa de la chimenea los muestra a los dos, un paseo romántico en la playa de un pasado nebuloso… // Ahí los tenemos, Kevin y Jane / Jane está aburrida, lista para el cambio… / Y ahora conocé a sus vecinos, Mary y Brian, ella está harta de las mentiras de él / y él está harto de su llanto, / están hartos de verse las caras…”.
Tempest es una figura que la poesía había resignado: no el poeta áulico del siglo XX, no el performer que desde los noventa ha vuelto a recitar de memoria y dar el cuerpo a la dicción, sino un anacronismo providencial: una aeda. No exhorta: escande el relato de vidas comunes, buenas o malas, lastradas de cuentas impagas, miedo a entregarse y cinismo farfullante, hasta que entran en una zona extraordinaria: discurso indistinguible del sonido. Panorámica como Ginsberg, meditativa como Louise Glück o turbulenta como Patti Smith, su fuente primera parece ser el poema narrativo británico basado en mitos o cuentos populares, de Byron a Carol Ann Duffy; sin olvidar a Ovidio. De todo esto resultan escenas de una claridad significativa. Una noche, un muchacho solitario y furioso por un despido entra en un bar: “Se apoya en la barra y se queda mirando las botellas espirituosas. / 25, tiene ahora. Un lugar a medio camino entre / lo inexistente y lo infinito. // Ella está sentada pensando mucho en nada, / mirando los cuadros de la pared. / Lo ve entrar, todo / odio hacia sí mismo autoconfirmado / y piensa que tiene una de esas caras que te hacen querer tomarla / entre las manos y mirarla, / mira rápido hacia otro lado, no dice / nada. Él se da vuelta, / nota las manos de ella alrededor del vaso, enmudecido por la gracia / de esas manos y desesperado por decir algo…”. Escrita en un coloquial a la vez letrado, certero y crudo, Ancianos relucientes, una epopeya cotidiana de heroísmos menores y barbaries, refunde los dioses antiguos en dos familias londinenses —y sobre todo dos hermanastros— ignorantes, como en las tragedias, de cuán enlazadas están sus vidas. Mermados por el deseo de ser superhéroes, ignoran que son dioses; en todo caso, imperfectos, volubles y poderosos como los dioses. Por eso, bien que resentidos, codiciosos y egoístas, en medio del desastre a veces se ven en actos divinos de compasión y regeneración. El poema se lo había anunciado: “Sí, los dioses están en el banco de la plaza, / los dioses están en el colectivo, / los dioses están todos acá, los dioses están en nosotros. / Los Dioses son eternos, intrépidos, tratan de ser valientes, / la voluntad es una mano difícil de tomar, / agarrala fuerte, sandalias aladas rompiendo el asfalto…”. Puede parecer un mensaje demasiado ambicioso, en el fondo engañador. Pero depende de que leamos los mitos como fundamentos en ruinas o como textos cambiantes; aparte de que no es tan perjudicial engañarse un poco para zafar de la repetición. Un poco; apenas lo bastante para ponerse en marcha. En este punto, el cerebro del lector convencido de que la poesía es el verbo que cambia el pensamiento, la única alternativa real al lenguaje performativo de las tecnofinanzas, puede hacer plantear la objeción equivocada, ¿necesitamos esta poesía de factura inmejorablemente actual, esta forma del berrinche en pos de la claridad, una poesía que no da respuestas, muy bien, pero que hace preguntas redundantes? Bueno, veámoslo así: la figura del vate no ha desaparecido, ni la del órfico, ni la de la sibila, y todas son imprescindibles (Zurita, Anne Carson, entre los notorios). Lo que está agotado son las dos vertientes de la poesía de la buena voluntad, la de agitación de conciencias y la de la poesía como revelación de sí misma; y se agotaron las dos porque, con expectativas diferentes, las dos terminaron en el desengaño y como reacción dejaron una plaga de prudencia estética, miedo al ridículo e ironía defensiva, y otra de facilismo arrogante cada vez más a tono con las costumbres. Desde este punto de vista, limitado, la poesía de Tempest no es un remedio, por suerte no es un “arma” sino una refutación del cinismo exhausto que predica que no hay cambio posible; antigua, futura y ajena al tiempo. Funciona porque el poema es la constancia del cambio en acto. Del registro panorámico de la ciudad pasa a la endecha por la palidez de las vidas indiferenciadas, una suerte de zoom acerca profesiones, costumbres, individuos, actos, y centra las imágenes en dos hogares corrientes como los dramas que los arruinan. De pronto estamos leyendo un poema narrativo y, si el ritmo varió del verso libre largo al rápido martilleo del rap y los pareados del freestyle, la narración adopta la yuxtaposición de la historieta, el plano secuencia y el corte del cine, trucos de videoclip y periódicamente vuelve al realismo craso: “Ella estaba trabajando en el bar, / los parroquianos eran amigables… / fracasos sin esperanza. / Estaba Sam el bizco / del perro llamado Darrel…/ Sam pedía una Guinnes para él y otra para el perro / que la chupeteaba de un pote vacío de helado”. El episodio culminante, con motivos de caída, repulsión, violencia aterradora y amor sin palabras, es un montaje en paralelo que acelera la lectura sin impedir que uno registre los detalles, como cuando Tommy, de juerga con una manga de publicitarios imbéciles, de pronto “se bautiza en el sudor de su furia”, o la heroína Gloria, a última hora de la noche, sola en el bar en donde sirve, siente que la entrada de dos canallitas vuelve la atmósfera ominosa: “Toda su vida supo de adversidades, / las puede ver a la legua / en la manera en que una sonrisa se cae de una cara”.
La traducción de un poema así es entre otras cosas un empeño por probar que todo puede traducirse. Tamara Tenenbaum dio con un ritmo sensible a las oscilaciones del tono de Tempest entre pregunta serena e interrogación impaciente, entre meditación, descripción y drama. Casi se oye el fraseo desatado a contrapelo de la métrica, la rima caprichosa y las repeticiones. El voceo no perturba, los insultos argentinos percuten naturalmente y se diría que los giros contagiados del mal doblaje (“traicioné mi corazón”, uf) le dan un toque de trap latino nada impertinente. Pero el título es un error: aunque según el diccionario es correcto, parecería que un poema tan lleno de dioses y de jóvenes no trata de ancianos relucientes sino de antiguos (ancients) flamantes (brand new). O, si se prefiere el heptasílabo, Antiguos recién hechos.
Es que el equívoco también afecta a una concepción del poema en doble sintonía con los sonidos de su tiempo y con las huellas del insoluble pasado, y a la experiencia rara que es fruto de una concepción así. El año pasado, en una librería estrecha de Villa Crespo, Mirta Rosenberg y Ezequiel Zaidenwerg presentaron Bichos, un libro de diálogo entre una gran poetisa nacida en los cincuenta y un poeta virtuoso nacido a comienzos de los ochenta, los dos soberbios traductores. El libro consta de sonetos sobre insectos, anélidos y moluscos (bichos) que Zaidenwerg había escrito y ofrecido uno por uno al comentario tutelar de una amiga y maestra. Ella había respondido con poemas severos, en verso libre pero pleno de resonancias internas. Si el libro era una suerte de comedia dramática de la gran cadena de la poesía, la presentación la puso en escena. Rosenberg leyó sentada (porque era su costumbre, no sólo porque no pudiera estar de pie), con voz grave, pausada, firme en el relevamiento de sus sutilezas, un poco a lo Marianne Moore. Zaidenwerg recitó de memoria sus sonetos de métrica perfecta pero engranados de encabalgamientos, cambios de pie, amorosas rimas internas, retruécanos y aliteraciones airadas, sorteando piernas y mochilas, bultos de los asistentes, hurtando la cadera a los bordes de las sillas plegadizas, sin exhibicionismo pero con gestos al borde de la morisqueta, sin esconder su debilidad por Drake. Los dos eran diestros; los dos cautivaban. Entre los dos sostenían el legado de un siglo y nos recordaban que nuestra estructura originaria es la herencia. La jocunda poesía de hoy no desdeña nada: ni Safo ni Tyler the Creator. Por eso arrebata y se contagia. Tempest captó que puede congregar como la política y mover los cuerpos como en la danza sanadora pero sólo porque revive la imaginación.
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